“Auméntanos la fe”, piden los apóstoles al Señor, inmediatamente después de escucharle: “Si tu hermano peca siete veces al día contra ti y otras tantas vuelve a ti diciendo: “Me arrepiento”, perdónalo”. …Tal vez, como Iglesia, en este tiempo nos resulte fácil comprender y hasta compartir el sentimiento de los apóstoles: Ante la gravedad y la cantidad de ofensas y delitos, resulta muy difícil perdonar. Y también pedir perdón con sinceridad. Ofendidos y ofensores necesitamos pedir más fe, porque no se trata de creer en Dios, ni de recitar el Credo Largo, ni de aprenderse de memoria el Catecismo. Se trata de creer en la posibilidad de convertirse y de recibir la capacidad de perdonar. De pedir el “espíritu de fortaleza, de amor y de sobriedad”, del que habla Pablo a Timoteo; un Espíritu que Dios ya nos ha dado, y que nos da la capacidad de compartir “los sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio”. Sufrimientos menos cruentos que los de una persecución, pero que dejan cicatrices más dolorosas, porque no se ven. Ofendidos y ofensores, ¡somos hermanos! Y tenemos por delante la tarea de reconstruir la familia. Y aunque, como Habacuc, podamos sentirnos tentados de reprocharle al Señor que “se queda mirando la opresión”, animémonos como el mismo profeta: el Señor “vendrá seguramente y no tardará”. “El que no tiene el alma recta, sucumbirá, pero el justo vivirá por su fidelidad”.
Durante la semana, la mesa de la Palabra nos impulsa a profundizar en la fe vivida que es el amor: Seguimos recibiendo los textos del tiempo del post-exilio (s. V a.C.), comenzando por el libro de Jonás, tal vez el más universalista de los libros del A.T. Seguimos después con sus contemporáneos, los profetas Joel y Malaquías, que nos presentan al Señor como juez universal convocando a todos los pueblos ante su tribunal. Al mismo tiempo, parecemos estar en el corazón del evangelio de san Lucas: Tras habernos mostrado a Jesús recibiendo lleno de gozo a los misioneros que regresan, el innegable contenido cristológico de la parábola del Buen Samaritano nos hace reflexionar sobre el perdón y la curación que hemos recibido de él cuando yacíamos heridos por nuestros pecados. Luego, la escena de Marta y María nos recuerda que sólo una cosa es necesaria: El centrar la vida en Cristo y llegar por Él a Dios, a quien podemos llamar Padre y en cuyo amor hemos de confiar, pidiendo constantemente, sobre todo, el don del Espíritu, que el mismo Padre nos dará. Al final de la semana volvemos a la realidad del rechazo que Jesús experimenta de parte de algunos. Lucas omite aquí la dura frase del texto paralelo en Marcos acerca del pecado contra el Espíritu Santo, que no se puede perdonar. Pero está claro que tenemos ante nosotros la disyuntiva de estar con Cristo o contra Él: No hay términos medios. Y estar con él, consiste sobre todo en hacer la voluntad del Padre.
Modelo en hacer la voluntad del Padre es María, nuestra Señora, a quien recordamos el lunes 8 bajo su advocación del Rosario, una memoria instituida para agradecer la victoria de Lepanto en 1571. El martes 9 se recuerda a san Dionisio y sus compañeros (+268), los mártires en cuya capilla hicieron Ignacio de Loyola y sus compañeros los votos que fueron el comienzo de la Compañía de Jesús. Ese mismo día se puede recordar a san Juan Leonardi (1541- 1602), fundador de la Orden de la Madre de Dios y patrono de los farmacéuticos. El jueves 11, la memoria del Papa san Juan XXIII, nos recuerda la inauguración del Concilio Vaticano II. El 12, mientras el calendario de España celebra a la Virgen del Pilar, el de la Compañía de Jesús recuerda al Bto. Juan Beyzim (1850-1912), polaco, apóstol de los leprosos, a cuyo cuidado se dedicó en Madagascar, desde 1898.
Recordando la segunda lectura de este domingo, en nuestra vida, “tomemos como norma las saludables lecciones de fe y amor a Cristo Jesús” que han llegado hasta nosotros.