Recuerdo claramente la última elección presidencial en Chile, en noviembre de 2013. Michelle Bachelet ganó en segunda vuelta a Evelyn Matthei con 62% de los votos. También recuerdo haber visto comentarios en Facebook esa noche, y haber quedado impresionado del contraste entre algunos amigos y conocidos del barrio alto de Santiago, que no entendían de dónde venia la votación de Bachelet, y amigos y conocidos de comunas de ingreso medio o bajo, que celebraban el triunfo. Más allá de la diversidad de opiniones —que respeto—, recuerdo haberme acostado esa noche pensando ¿cómo puede haber gente tan ciega ante el sentir de la mayoría? Relato esta experiencia, pues el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos me hizo conectarme con esa noche, aunque ahora el ciego fui yo.
Lo ocurrido con Trump me ha hecho pensar que hay caras de Estados Unidos que nunca tomé suficientemente en serio. El país tiene más de 300 millones de habitantes, lo que equivale más o menos a Brasil, Uruguay, Argentina, Paraguay, Bolivia, Perú́ y Chile juntos, tanto en población como en diversidad interna. Parte importante de ese universo es un “Estados Unidos profundo”, distinto de Nueva York, Boston o California. Ese Estados Unidos está muy endeudado y sufre porque la globalización se ha llevado muchos empleos. Ese Estados Unidos es mayoritariamente blanco, solo habla inglés y no ha tenido mayor experiencia de diversidad cultural. Ese Estados Unidos es machista y vive un “cristianismo de las Cruzadas”; incluso se resiste a que sus niños aprendan sobre Darwin y la evolución en los colegios. La elección de Trump me mostró que, en el fondo, no conozco ese “Estados Unidos profundo”, pero está ahí́, es masivo, y también escapó a los ojos de la prensa liberal (que tampoco imaginó que Trump ganaría).
“Con sus matices, pienso que esta lección también vale para Chile, donde todo indica que la xenofobia, el clasismo y otras formas de violencia y exclusión están mucho más extendidas de lo que se cree. En ese sentido, ¿cuán conectados estamos con la diversidad de realidades y sentires de nuestro país?”.
Además de lo anterior, el triunfo de Trump me ha hecho captar que los cambios asociados a la globalización están afectando la vida de los estadounidenses de forma mucho más profunda y compleja de lo que antes percibía. Económicamente, el nivel de vida (y consumo) que tiene Estados Unidos es insostenible en un mundo de libre competencia, excepto para los ricos. Desde la perspectiva cultural, los cruces de tradiciones y religiones están lentamente cuestionando la obviedad de la matriz cristiano-protestante sobre la que el país está fundado. Políticamente, el mundo post Guerra Fría en el que Estados Unidos actuaba como policía global, vetando las decisiones de la comunidad internacional, también se va acabando. Más que con Latinoamérica, eso se relaciona con el imparable crecimiento de Asia que, por distintas vías, está trayendo mucha incertidumbre al ciudadano medio estadounidense. Le está significando perder privilegios, abrirse a compartir con otros distintos y, más difícil aun, tener que empezar a pensar en modos de vida que sean sostenibles para todos. La elección de Trump me hizo ver que, más allá́ de mis círculos, estos “movimientos telúricos” están trayendo mucha más tensión y violencia cotidiana de la que yo veía.
Ya habrá́ que ver qué posturas tomar ante las políticas concretas que proponga Trump cuando asuma como presidente. Intuyo que matizará mucho de lo que propuso durante su campaña, por la sencilla razón de que la burocracia estatal y las fuerzas económicas del país se lo impedirán: Estados Unidos necesita a los inmigrantes para hacer “el trabajo sucio” que los jóvenes del país no quieren hacer, y ponerle barreras al libre comercio solo hará́ que el costo de vida para la clase media suba. Mientras tanto, creo que la gran lección de lo ocurrido tiene relación con la ceguera de la que hablé al comienzo: quienes queremos construir un mundo más justo y solidario debemos estar profundamente conectados con “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los seres humanos de nuestro tiempo” (Gaudium et Spes 1, Concilio Vaticano II). Pues no llegaremos muy lejos simplemente despreciando a quienes apoyaron a Trump y su proyecto. El desafío cristiano, creo, es buscar entender de donde viene esta violencia y a qué responde, para ayudar a sanarla de raíz.
Con sus matices, pienso que esta lección también vale para Chile, donde todo indica que la xenofobia, el clasismo y otras formas de violencia y exclusión están mucho más extendidas de lo que se cree. En ese sentido, ¿cuán conectados estamos con la diversidad de realidades y sentires de nuestro país? Sea que vivamos en Santiago o en regiones, trabajemos en oficinas o en fábricas, ¿captamos lo que viven familias y personas de mundos distintos al propio debido a los cambios que han traído la mayor competencia económica y la inmigración? Por ejemplo, ¿captamos las tensiones que están viviendo los jóvenes que son primera generación en acceder a la educación superior, muchos de ellos endeudados y enrabiados con el mundo político, empresarial y eclesial? ¿Somos sensibles al ritmo de vida que llevan muchos profesionales jóvenes en nuestras ciudades o al aumento de la inmigración en el país, con los desafíos que eso ha traído para las rutinas cotidianas de muchos barrios y colegios?
Sin “entrar” en estas experiencias y las tensiones que ellas traen, es fácil quedarnos predicando voluntarismos morales, igual como hicieron quienes despreciaron a Trump y su discurso. Pero esto no cambió los corazones, y Trump ganó la elección. Como Jesús, debemos acercarnos a quienes construyen muros, para entender sus miedos y ayudar a ponerles nombre. Como han señalado las últimas Congregaciones Generales de la Compañía de Jesús, la misión de los jesuitas (y del mundo ignaciano) es tender puentes y ser agentes de reconciliación en medio de esta realidad compleja y violenta. Una de las cosas que la elección de Trump nos enseña, creo, es que para poder hacerlo no debemos ser ciegos; tenemos que tener los ojos bien abiertos.
Publicado originalmente en la Revista Jesuitas Chile (verano 2017). Para leer la edición completa, descárgala aquí.