Acuerdo Nacional por la Araucanía: el gesto de apagar el fuego con papel moneda

Columna publicada en Revista Mensaje 674 Noviembre 2018.
Por Carlos Bresciani SJ, Juan Eduardo Fuenzalida SJ, Nicolás Rojas Pedemonte y David Soto SJ
El anuncio del Acuerdo Nacional por la Araucanía ha dado mucho de qué hablar y, ha conseguido una atención mediática y pública importante. Se pone en campaña en los primeros meses de su gobierno para abordar los temas claves de la Araucanía.  Comunicacionalmente ha puesto en la escena política nacional la invisibilizada realidad del Pueblo Mapuche, favoreciendo una discusión que es necesaria tener como sociedad. Para comprender esta propuesta es necesario contextualizar histórica y políticamente esta iniciativa, y preguntarnos si realmente representa un giro y una oportunidad este plan en el escenario del conflicto chileno-mapuche.
Este Plan ratifica –lo dicho ya en Verdad Histórica y Nuevo Trato (2003)- la existencia de una deuda del Estado de Chile por haber “ocupado” las tierras al sur del Biobío y por haber impuesto políticas de asimilación del Pueblo Mapuche. Si bien no reconoce la ocupación como usurpación, ni las tierras al sur del Biobío como territorio Mapuche, no es menor que los sucesivos gobierno lo reconozcan como raíz del conflicto. Lamentablemente, el Plan afirma que el conflicto es fruto de un problema entre culturas y pueblos. El problema central no es principalmente de convivencia entre culturas, sino de reconocimiento de derechos políticos colectivos. Centrarlo en un problema de convivencia cultural es una visión reducida que finalmente reproduce la violencia y el desencuentro.
El movimiento mapuche lleva veinte años recordándonos –mediante la movilización democrática y extrainstitucional- que hoy su lucha es por un nuevo modelo de desarrollo sustentable y colaborativo y por un nuevo modelo político administrativo que les reconozca –al menos, márgenes de- autonomía y autodeterminación. Sin embargo, este Acuerdo, como los otros planes que han sacado las diferentes administraciones del Estado, apunta sus medidas a una meta principal: el “desarrollo”, la productividad, la competencia en el mercado y en el sistema parlamentario como soluciones a la pobreza y la exclusión. Salir de la pobreza es importante, pero no es suficiente para resolver el conflicto si no se atienden las demandas por un nuevo modelo productivo y político administrativo. Accesoriamente el Acuerdo les promete un reconocimiento constitucional sin los derechos políticos largamente demandados. Revisemos algunos de los principales énfasis y medidas del reciente plan. Partamos por la dimensión discursivo-ideológica del plan, para luego continuar con la evaluación de las propuestas más concretas.
En el largo plazo, gobierno tras gobierno, se insiste en elaborar planes que buscan incorporar a los mapuche -con pequeños incentivos- al mismo modelo de desarrollo con el que luchan. En mayor o menos medida, todos los gobiernos post dictatoriales han estructurado sus planes y programas en torno a estas ideas paternalistas y economicistas. Lamentablemente, el reciente Plan no cambia esta lógica. En el corto plazo, en lo que va del actual gobierno, el panorama es sombrío (Ver: Las presiones en Wallmapu y los gestos de gobierno). Desde su inicio se han podido identificar tres dimensiones: una represiva, otra pro empresa y una culturalista folclorizante. Veamos de que se trata.
Desde la campaña presidencial, el actual mandatario aseguró que existía terrorismo en la Araucanía, aun cuando no existía un solo condenado bajo tal tipificación. Luego, su primera visita a territorio mapuche fue simbólicamente muy clara, pues en un mismo día presidió el Consejo de Seguridad de la Macro Zona Sur, se reunión con las víctimas de la violencia rural (no principalmente mapuche) y anunció endurecimiento de la Ley Antiterrorista, contrariando las recomendaciones de organismos de defensa y promoción de derechos humanos,  tanto nacionales como internacionales. En lo concretó creó un escuadrón antiterrorista, el Comando Jungla (con formación militar en Colombia) y compró anfibios de guerra, todos ya diseminados por territorio mapuche. En este contexto, el caso Luchsinger-Mackay se transformó en un caballo de batalla para validar mediáticamente la tesis terrorista. Lo más llamativo de estas medidas, es que están antecedidas del escandaloso montaje de la Operación Huracán y décadas de llamados de atención sobre la violencia descargada sobre el Pueblo Mapuche (Ver: Caso Luchsinger-Mackay, DD.HH. y terrorismo).
Otra dimensión ha sido la pro empresarial. También desde el inicio de la campaña presidencial se declararon intenciones regresivas y pro empresariales como no renovar el Convenio n° 169 de la OIT y flexibilizar la Ley Lavkenche. Para ambos propósitos se esgrimieron argumentos en torno al desarrollo productivo de la región, el que supuestamente estaría bloqueado por estas normativas que obligan a consultar a las comunidades indígenas. Ya instalado el gobierno, se reanudo la tramitación de iniciativas de su primer mandato, tendientes a privatizar el borde costero del territorio, mediante concesiones (Ver: La privatización del borde costero: otro paso hacia el desalojo). Otro mega proyecto que se aprobó, en Arauco, territorio tensionado hace décadas por el conflicto entre la Industria forestal y el Pueblo Mapuche, fue el proyecto MAPA, que consiste en ampliar la planta de Celulosa Arauco, debiendo expandir la superficie de plantación a 48 mil hectáreas, dejándola como una de las mayores plantas procesadoras de Latinoamérica (Ver: La fiebre del oro verde en medio del conflicto mapuche). Estos proyectos son absolutamente incendiarios para un territorio justamente tensionado por el extractivismo.
La tercera dimensión es la culturalista. Una falla estructural del plan está en su propuesta fundamental: un reconocimiento constitucional que obvia los derechos políticos de territorio y autonomía, base de las demandas mapuche; y se opta, en continuidad con el gobierno anterior, por reconocer y resguardar la dimensión cultural de este pueblo originario (validando parcialmente la lengua, la medicina y las tradiciones). De este modo, a las demandas del movimiento mapuche (Ver: Proceso Constituyente Indígena: resultados para digerir) se responde con medidas culturalistas carentes de derechos políticos, por lo mismo, folclorizantes.
La falla estructural recién descrita no es nueva (Ver: Plan Araucanía: ¿Pueblo Mapuche sujeto u objeto de política?). Y una parte de ella se debe a un diagnóstico errado que trasluce el Plan: el problema es la pobreza, la falta de incentivos para el desarrollo en la región. Pero ¿de qué tipo de desarrollo se habla? Esto jamás ha sido problematizado por los distintos gobiernos, aun cuando parte fundamental del conflicto tiene que ver con la confrontación entre proyectos económico-productivos y políticos. Si acaso hay una base cultural del conflicto, es precisamente la contraposición de perspectivas de desarrollo y de relación con la naturaleza. Como sostenía un dirigente de comunidad en la ultima marcha en Temuco: “nosotros sí queremos proyectarnos, sí queremos un modelo económico, pero sustentado y basado desde nuestra realidad, desde nuestro contexto, desde nuestro kimün (conocimiento/sabiduría ancentral), desde nuestra lengua, desde nuestro veyentun, nuestra espiritualidad”. Esta confrontación de paradigmas de desarrollo lejos de ser un tema local, se trata de un tema de importancia global, tal como lo expone el Papa Francisco en la Encíclica Laudato Si, en donde invita a aprender de los Pueblos Indígenas sobre las relaciones sanas y respetuosas con la Madre Tierra (Ver: Küme Mongen: el Buen Con-Vivir mapuche como reserva de sabiduría para un desarrollo alternativo).
Si bien algunas propuestas económico-productivas pueden ser positivas; negarse a entender el conflicto como una contraposición de paradigmas de desarrollo en un territorio en que los principales pugnas han sido por el robo y daño ecológico de las tierras por parte de industrias forestales, hidroeléctricas, salmoneras y otras iniciativas productivas extractivitas, es sencillamente una toma de posición no dialogante y por tanto, beligerante. Así, los 491 proyectos de inversión pública entre 2018 y 2026, con un presupuesto del estado de US$8.043 millones, más los aproximadamente US$16.000 millones de inversión privada que se pretenden conseguir, destinados a “desarrollar” la región de Araucanía, podrían acabar siendo una gasolina que en vez de hacer andar el motor del desarrollo, atice el fuego del conflicto.
Para ser claros. Un aumento de recursos para la región podría ser positivo sí los mecanismos de decisión sobre el uso de esos recursos y el horizonte de tipo de desarrollo al que apuntan, fuese una instancia elaborada y ejecutada también por los mapuche. Sin embargo, quienes elaboran, ejecutan y se quedan con los beneficios y control del territorio, son los que ponen el dinero y dan empleo a mapuche. Y como ya comentamos, la demanda mapuche no es por empleo, es por autonomía, territorialidad y reconocimiento, que más tiene que ver con la participación en las decisiones que con ser beneficiados por políticas y proyectos foráneos. Quizás por ello, es que en las últimas décadas ni el aumento de recursos en tierras ni en apoyos productivos, mucho menos el alto aumento en represión policial, han aportado a la construcción de la paz, siendo más bien contraproducentes.
Este sesgo economicista del Plan no sólo se limita al despliegue de recursos, sino también al fortalecimiento de la propiedad privada. He aquí una de las medidas más cuestionadas por el movimiento mapuche. Un punto francamente inquietante es la propuesta de facilitar la transferencia, venta y arriendo de las tierras indígenas, cuestión que además de fomentar una visión individual de la propiedad, ha representado uno de los mecanismos históricos de despojo territorial a los mapuche (Ver: Tierra vs territorio: comunidades y académicos mapuche advierten del retroceso de propuesta que permite venta de tierras indígenas). Fomentar su privatización es volver a fragmentar el corazón de la relación con la tierra del Pueblo Mapuche que es comunitaria y colectiva.
En estos planes subyace una ingenua idea economicista del conflicto social que desconoce que la represión tiende a fortalecer la disidencia (en contextos de democracia incompleta o limitada como Chile) o simplemente, no buscan la paz y solo se intenta dar señales, golpes de mesa, para contentar a la clientela política de turno. La propuesta también descansa en una visión parcial de la violencia. Nuevamente reduce la violencia a la caracterización parcial de “violencia rural”. Aquí hay una violencia sistemática en distintos niveles que viene aconteciendo desde 1860, de la que el Plan no se hace cargo. Violencia policial-judicial que reprime a las comunidades, la estructural que los excluye, la medioambiental que los deprime y extingue (no solo a ellos sino también al pueblo chileno), y la simbólica y la cultural que los inferioriza e invalida políticamente. Si queremos reparar para reconciliar y reconocer debemos pensar en cómo devolverle al Pueblo Mapuche la tierra y la autonomía que tuvieron y demandan. Este tipo de reconocimientos son vitales para iniciar un proceso de generación de confianzas.
Este Acuerdo dice recoger planes anteriores para no borrar con el codo lo que se escribe con la mano. Lamentablemente esos planes tienen la misma mirada desarrollista y falta de reconocimiento de derechos políticos. En este sentido este plan se cimenta en la excluyente “mesa de diálogo” que creó la presidenta Bachelet en su último gobierno. En su propuesta derivada, el Plan Araucanía (2017), no sólo se desconocieron las propuestas de 17 mil personas que participaron del Proceso Constituyente Indígenas (PCI), sino que además se dejó al margen las perspectivas de los sectores democráticos y liberales del movimiento mapuche. Tristemente, el Estado chileno, y los gobiernos de turno, dialoga solo con aquellos sectores no politizados ni movilizados, y en aquellas escasas ocasiones en que lo hacen, instrumentalizan a las comunidades cooptándolos “para la foto”. El proceso de diseño y elaboración de estos planes no respeta el derecho a participación y consulta según estándares internacionales del derecho a participación y consulta; carece de legitimidad y descansa en el consentimiento de pocos actores políticamente instrumentalizados.
Ciertamente, la buena voluntad de este plan genera sospechas, pues recordemos que se anuncia poco después de entrar en operaciones el Comando Jungla, en una lógica similar a la presidenta Bachelet, quien anunciaba la Mesa de Diálogo en paralelo a la vergonzosa Operación Huracán. ¿Estas son condiciones para una verdadero diálogo, para un nuevo trato? ¿Puede el Estado proponer la paz sin partir por una tregua, al menos? Recordemos que la Coordinadora Arauco Malleco, el año 2016 le propuso una tregua al Estado, si el diálogo versaba sobre sus demandas políticas, sobre la autonomía del Pueblo Mapuche.
Sin duda, la propuesta de reconocimiento constitucional y cuotas parlamentaras no son novedosas, pero han generado admiración por ciertos sectores progresistas indigenistas. Es fundamental avanzar hacia el reconocimiento constitucional luego de casi 30 años de la primera promesa e Aylwin en Nueva Imperial, sin embargo, poco significará –insistimos- si es un reconocimiento ambiguo y culturalista que omita la plurinacionalidad, y los derechos políticos y colectivos demandados por el Pueblo Mapuche. Por su parte, la propuesta de cuotas en la experiencia internacional comparada da cuenta de escaso margen de éxito de los representantes mapuche cuando son los partidos los responsables de aplicarlas. Escaños reservados o un nuevo cálculo distrital serían más efectivos para la inclusión política mapuche. Sobre el Ministerio y el Consejo Indígena, hay muy poco que proyectar o prever si no se conocen sus mecanismos de representación, ni sus objetivos y alcance real. No es una necesidad sentida por el Pueblo Mapuche la creación de esta institucionalidad y su aprobación dependerá del contexto, como también de su proceso de diseño e implementación. Naturalmente, estos pasos representarían un avance democrático, pero tememos que no representen una solución definitiva al conflicto. Comprender el reconocimiento como el ejercicio de integrar a los mapuche a las soluciones por nosotros creadas, simplemente representa una ideología que evade el fondo del asunto.
Finalmente, destaca en el Plan la visibilización del tema, el gesto, la señal de interés que envía el gobierno. Sin embargo, es evidente, por lo expuesto anteriormente, que no contribuye a una paz justa y sostenible en el tiempo. Por su parte, tampoco su efecto más inmediato en la conflictividad es claro, porque los recursos no llegarán expeditamente, ni tampoco se sabe si llegarán directamente a las comunidades. La nueva institucionalidad también tardará en aprobarse e implementarse. Algunos quizás tendrán mayor confianza en el gobierno o verán una oportunidad política en este Plan, mientras tanto, otros pueden ver una amenaza considerable a su proyecto político y cultural, y muchas veces la interpretación de un escenario amenazante es altamente movilizadora y radicalizadora. Esperemos que los próximos pasos que dé el gobierno generen más confianzas que dudas y se respeten -en pos de la legitimidad y pertinencia del Plan- los derechos internacionales de participación y consulta indígena. Tal como sostenemos en nuestro reciente libro “Mitos chilenos sobre el Pueblo Mapuche” (Bresciani et al., 2018: 143), “la paz será fruto de la justicia. Esto es entender que no hay paz a cualquier costo, ni de cualquier manera”. Solo el establecimiento de nuevas relaciones políticas y productivas con el Pueblo Mapuche basadas en el reconocimiento y la dignidad, abrirá caminos  de paz.

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