Arrupe y la virtud de mirar al origen

Pedro Arrupe llegó al gobierno de la Compañía de Jesús sin ser una figura de liderazgo indiscutido. Fue elegido recién a la tercera ronda de votación. Asumió la dirección de los jesuitas cuando el Concilio Vaticano II (CVII) había provocado en la Iglesia una explosión de optimismo y cambio. La Iglesia pasaba de la desconfianza en la realidad secular hacia una creciente con anza en el hombre. En esas circunstancias, Arrupe, en sus años de gobierno (1965-1983), cumplió la labor de poner al día a la Compañía de Jesús en este novedoso desafío.
pedro-arrupe-onlyEl modo como acometió esa tarea dejó su impronta en la manera de ser de la Compañía. Fue, sin dudas, un hombre de fe profunda y visión profética. Sin embargo, su figura corre el riesgo de recibir tantos homenajes que termine convertida en un referente del pasado: extraordinaria, pero alejada de nuestra realidad. Por el contrario, a los jesuitas, y a las personas que se sienten parte del peculiar mundo ignaciano, nos interesa un Arrupe que se halle más allá de un ejercicio de nostalgia. Nos interesa en cuanto tenga algo que decirnos aquí y ahora.
El vendaval de rejuvenecimiento que trajo el CVII en la Iglesia vino aparejado de una gran incertidumbre. Parecía que nada del pasado quedaba firme, que todo era cuestionado o susceptible de cuestionarse.
El tiempo en que vivimos hoy se parece en algo al de Arrupe, ciertamente con rasgos y por razones distintas. En la Iglesia, y en la Compañía de Jesús, parece que la claridad se hubiera convertido en un recuerdo lejano. Se multiplican los desaf íos que la realidad nos pone delante, sin que atinemos necesariamente a prestarles atención. La sensación que va propagándose es la de falta de rumbo.
De ahí que Arrupe resulte un referente para nosotros, ahora y en estas circunstancias. Él supo descubrir que para caminar hacia el futuro se debe primero mirar al origen. Para saber a dónde ir es imprescindible conocer de dónde se viene. De esta manera, supo hurgar en las raíces de la identidad jesuita. No descubrió un mapa que le indicara exactamente cómo caminar, sino algo más valioso, una brújula que le ayudara a orientarse sin limitarle. Se introdujo en la experiencia fundante de la Compañía de Jesús, experiencia que se identifica con lo vivido por san Ignacio de Loyola.
Es arriesgado resumir, pero me atrevo a señalar que Arrupe, en su búsqueda,encontró que la fuente de la identidad y la espiritualidad propia de la Compañía de Jesús se hallaba en Dios en su dimensión Trinitaria.

Ir hacia las fuentes

arrupe-01Estudiando a san Ignacio, Arrupe descubre la enorme importancia de la Trinidad como experiencia espiritual originante ya en el Cardoner. Encuentra que la comunidad y la pobreza, como características del Dios trinitario, inspiraban aspectos del carisma ignaciano que pasarían a ser esenciales. Comunidad y pobreza que describo de forma resumida.
El carácter comunitario de la Compañía de Jesús se funda en dos aspectos claramente trinitarios: amor y misión.
El amor permite que las personas trinitarias (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) sean donación completa entre sí, que su ser se sostenga en esta dinámica. Sin amor las tres personas, simplemente, dejan de ser. Entonces, si la Compañía pretende sostenerse como cuerpo, solo puede hacerlo si el jesuita es capaz de vivir un ideal descrito por Arrupe como “sentirme en el otro, sentir al otro en mí, aceptarlo y ser aceptado”.
Pero el amor trinitario no es inercia, sino que impulso para la misión. La dinámica de la Trinidad se traduce en obras que se realizan como parte de la historia universal de salvación. Así, el jesuita se reconoce en esa dinámica trinitaria que le impulsa a una misión cuyos horizontes no excluyan nada humano.
San Ignacio también se nutre de la Trinidad para definir el carácter de la pobreza de la orden que fundó. Jesús es a quien se sigue, pero no como a un hombre ejemplar en quien se pueden encontrar virtudes dignas de ser imitadas, sino como quien es parte de esta dinámica de la Trinidad.
Jesucristo es pobre porque “el único bien que posee es la dependencia radical del Padre” y por eso conoce su voluntad, discierne sin apegos y se entrega a realizar esa voluntad sin poner límites ni pretextos. Pobreza que en Cristo es, además —conviene remarcarlo—, pobreza material.
De esta manera, la pobreza en los jesuitas también debiera ser material, pero únicamente si se funda en la identificación con ese Cristo que es totalmente disponible a la voluntad de salvación del Padre. Sin este fundamento la pobreza termina en gesto vacío.
Arrupe observó en su momento la disparidad entre una intensa actividad apostólica y la indispensable interioridad que pudiese sostenerla. Sus intuiciones apuntaban a la necesaria consideración teológica y espiritual del modo de ser jesuita, para que, desde ahí, se nutriera el ímpetu apostólico que los nuevos tiempos demandaban.
La urgencia por hacer es propia de la Compañía de Jesús, pero será actividad vacía si no está unida a su fuente, que es Dios. Sin la Trinidad configurando el modo de proceder jesuita, se pueden organizar empresas “apostólicas” exitosas, pero sin llegar a transmitir aquello que es nuestra obligación: la fe que llega como buena noticia.
Quizás el momento actual, que podría caracterizarse como de incertidumbre, precise que primero se contemple a la Trinidad, se busque dónde y cómo está actuando, y se discierna la manera de colaborar en esa obra. Siguiendo la intuición de Arrupe, es necesario que los jesuitas —y todos quienes nos sentimos parte de la espiritualidad ignaciana— no olvidemos que nuestra misión no es fruto solo del esfuerzo humano, sino que unicamente tiene sentido cuando colabora con la obra del Dios que es Trinidad.

Daniel Mercado SJ

Artículo publicado en la Revista Jesuitas Chile Nº 35.

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