Durante la última semana del Tiempo Pascual, la mesa de la Palabra nos invita a despedirnos de Jesús, y también de san Pablo. Despedidas que se abren con la Ascensión del Señor, narrada dos veces por el mismo Lucas. Primero, en la versión del libro de los Hechos de los Apóstoles, y luego en la del Evangelio. Según esta última, Jesús, en el cenáculo, adonde se ha presentado cuando acaban de regresar los de Emaús, indica a los apóstoles la misión a la que son enviados, para la que recibirán la fuerza de lo alto. Luego, los lleva hacia Betania y asciende mientras los bendice y sus discípulos están postrados ante él. En el libro de los Hechos, una nube lo oculta, y dos hombres vestidos de blanco ordenan a los discípulos no quedarse mirando al cielo. Ambos relatos coinciden en que los discípulos han de ser testigos de Jesús: testigos de su vida, su muerte y su resurrección; testigos de que en su nombre debe predicarse la conversión para el perdón de los pecados. Lo más importante para Lucas no es, entonces, la “historicidad” de su relato sino el envío en misión del grupo de los testigos. La fuerza de lo alto, el Espíritu Santo, será quien dará a este grupo –tal vez apenado y temeroso- el valor y la orientación para anunciar a Aquél que, por su pasión y muerte, mereció recibir un poder “por encima de todo Principado, Potestad, Poder y Dominación”, como señala la carta a los Efesios en la segunda lectura de este día.
Nuestra situación actual como Iglesia nos ayuda a reconocer y asumir que al Reinado de Dios no se lo anuncia desde el “poder” temporal, ni desde las nubes, sino desde el servicio y la humildad; desde el reconocimiento sincero de nuestras traiciones a Jesús, como Pedro, a quien contemplamos en el evangelio del viernes poniendo su confianza no en sí mismo, sino en Jesús: “Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero”. Y también estamos llamados a anunciar el Evangelio como Pablo, el antiguo perseguidor que, regresando de su misión, es apresado en Jerusalén y conducido a Roma, para seguir anunciando el Evangelio allí, desde otra situación.
En el santoral, el lunes 3 recordamos a san Carlos Lwanga y sus compañeros, los mártires de Uganda entre los años 1886 y 1887, grupo numeroso de jóvenes, formado tanto por católicos como por anglicanos, que aceptaron morir antes que apartarse de Jesucristo en su modo de vivir. El miércoles 5, recordamos a otro grupo, encabezado por san Bonifacio (680-754), monje, apóstol de Alemania y mártir. El jueves 6, se puede recordar la memoria de san Norberto (1080-1134) quien, tras fundar la orden religiosa de los Premonstratenses –religiosos que viven dentro de las ciudades y no en monasterios o abadías en el campo- fue arzobispo de Magdeburgo. En ellos, y en muchos otros hermanos y hermanas que nos han precedido en la fe, reconocemos la acción de la fuerza de lo alto, que Jesús prometió y sigue dando a quienes le siguen.