La fiesta del Bautismo del Señor cierra el ciclo de Navidad, en el que hemos contemplado el amor de Dios por nosotros, amor que lo ha llevado a tomar nuestra carne, asumiendo la condición de esclavo (Fil.2,7). Pasamos ahora al “Tiempo durante el año”: 34 semanas, interrumpidas por el ciclo Pascual, en cuyos domingos nos guía uno de los evangelios sinópticos, para que vayamos siguiendo a Jesús en su anuncio de la Buena Noticia.
Bautismo significa inmersión, bajada a la profundidad: una experiencia de muerte. Por eso, el Bautismo del Señor, al comienzo de su vida pública, manifiesta el misterio del abajamiento, el camino de Jesús. La manifestación de la gloria de Dios en Jesucristo se da en el momento en que él baja hasta el fondo de nuestra humanidad, hasta compartir nuestra muerte. A ese camino en descenso nos llama; tenemos que seguirlo en la muerte, para recibir la gracia de la resurrección. Hemos sido sepultados con Cristo en nuestro bautismo, pero ese movimiento sacramental de descenso debe continuar en la vida ordinaria: en el servicio, en el ser como niños, en el reconocer que somos servidores y servidoras inútiles. Nos configuramos así con el Servidor, el Hijo que goza de toda la predilección del Padre. En Él y por Él somos adoptados por el Padre; es lo que pedimos en las oraciones de esta Misa.
A partir del lunes, el leccionario ferial nos invita a contemplar el comienzo del ministerio galileo de Jesús, en la versión de san Marcos. Asistimos al llamado de los primeros discípulos y a las primeras manifestaciones del poder liberador de Jesús ante el pecado y la muerte. Por su parte, la primera lectura nos invita a recordar el designio amoroso y fiel del Señor, respecto de su pueblo: La figura de Samuel es evocada para mostrarnos la iniciativa de Dios para guiar a su pueblo, y la dificultad con que se pasa del gobierno carismático y temporal de los Jueces a la unidad territorial y política de la monarquía en Israel. Pero, la Escritura no se queda en la historia política de Israel, sino que nos prepara a contemplar el abajamiento de Cristo. Apreciamos la paciencia de Dios ante las infidelidades del pueblo elegido y de sus jefes: el intermediario humano entre Dios y su pueblo puede caer fácilmente en la tentación de sentirse dueño del pueblo y abusar de su poder. De allí nacerán las situaciones de injusticia e idolatría que marcarán el vaivén de la relación del pueblo con Dios, lo que los profetas tendrán que reprochar más adelante a sus respectivos contemporáneos. Tentaciones y vaivenes que son también los de la Iglesia y de su jerarquía. Como Iglesia, somos un pueblo de pecadores y pecadoras amados y llamados por Dios a compartir su santidad.
El santoral de esta semana nos recuerda el lunes 13 a san Hilario, obispo de Poitiers (+367?), un Padre de la Iglesia latina que, a mediados del siglo IV, difundió la doctrina ortodoxa en un tratado sobre la Santísima Trinidad. Y el viernes 17 celebramos a san Antonio, padre (“abad”) de la vida consagrada (251-356). Movido por el llamado de Jesús en el Evangelio, entregó sus bienes a los pobres y se fue a vivir como solitario al desierto del Alto Egipto. Cuando cesaron las persecuciones en el Imperio Romano, Antonio y sus discípulos fueron modelo de un seguimiento consecuente de Jesucristo.
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