En tiempos de pandemia, de crisis económica y al comienzo de un histórico proceso de cambio de Constitución, José Manuel Cruz y Gonzalo Castro se ordenaron sacerdotes. Quisimos conocer parte de su historia, su “bala de cañón” en su discernimiento y sus sentimientos al inicio de una nueva etapa dentro de la Compañía de Jesús y de la Iglesia que peregrina en Chile. Por Ingrid Riederer
Artículo publicado en Revista Jesuitas Chil3 n. 52 (descargar)
Gonzalo Castro es el menor de seis hermanos: Sofía, Consuelo, Jaime, María de los Ángeles y Cristóbal. Nació en Santiago en diciembre de 1987. Estudió en el colegio Monte Tabor y, desde de séptimo básico, en el San Ignacio El Bosque. Cursó cuatro años Ingeniería Civil en la Universidad Católica. Es hijo de Laura y Jaime, quien falleció en 1994, hecho que, junto con el ingreso al Colegio San Ignacio, marcó su futura vocación en la Compañía. Siempre consciente de que hay una experiencia de ruptura al elegir el sacerdocio, sin embargo, hoy comprende que muchas de las renuncias han encontrado nuevas formas de hacerse presentes en su vida.
José Manuel Cruz nació en Santiago, en 1981. Su familia está compuesta por su papá, Gonzalo; su mamá, María de la Luz, y sus tres hermanas: Javiera, Tania y Francisca. Estudió en el Instituto Nacional y Derecho en la Universidad Católica, ya que siempre supo que su opción de vida tenía que ver con el servicio. Luego, tuvo claridad de que el Señor lo llamaba a ser sacerdote y debió discernir entre el seminario diocesano, los franciscanos, misioneros del Verbo Divino o ser jesuita. Hoy integra la Coordinadora Paz de Justicia, agrupación cristiana desde donde acompaña a las voces que luchan por las demandas sociales.
UN MOMENTO HISTÓRICO EN NUESTRO PAÍS
—En la ordenación, Mons. Julio Larrondo dijo que ustedes comienzan este nuevo camino en la Iglesia en un contexto único de dolor por la pandemia, con crisis económica y transformaciones políticas, con un pueblo cansado que grita por dignidad y una patria justa. Gonzalo, ¿qué significa para ti ser ordenado sacerdote en este momento de nuestra historia?
A pesar de lo que a veces quisiéramos, el dolor parece ser también un espacio de encuentro con el Señor, y lo entendemos al contemplar la imagen de Jesús resucitado, herido y puesto de pie, que se acerca y muestra sus llagas para ser reconocido por sus discípulos. Ser ordenado en medio del dolor es darle el debido reconocimiento a la vida divina que clama a gritos en las injusticias de nuestro país. Al mismo tiempo nos ayuda a darle reconocimiento a un Dios vivo y activo en el silencio. Eso es fuente de una profunda esperanza cristiana: reconocer las señales del Reino que se anticipa y se regala en medio de nuestras crisis.
—¿Qué significa para ti, José Manuel?
Ser sacerdote es siempre un regalo del Señor e implica la misión de servir al Pueblo de Dios. En el actual contexto, significa especialmente un compromiso para acompañar a las personas ante el dolor, la muerte, la enfermedad y la fragilidad. Un sacerdote no puede estar aislado de la realidad o encerrado en una capilla. Debemos estar atentos a las necesidades del prójimo y promover una Iglesia misericordiosa, activa y que deje de lado el clericalismo.
—Hace 500 años una bala de cañón cambió la vida de San Ignacio… ¿Cuándo nace tu vocación?
La vocación no es algo de un momento determinado, sino un llamado que se va descubriendo a lo largo de la vida y se sigue construyendo cada día. En mi caso, antes de entrar a la Compañía hubo
muchas experiencias, personas e hitos que me fueron haciendo cada vez más sentido y abriéndome a la pregunta por la vida religiosa, y fui reconociendo poco a poco este llamado por medio del servicio social, la eucaristía, la política y la pasión por la justicia.
—Y tú, Gonzalo, ¿cómo descubriste que querías ser sacerdote?
Me tuve que dar cuenta de que no podía delegar fuera de mí la responsabilidad de leer en la propia vida la voluntad de Dios. Tal vez lo más parecido a una bala de cañón fue lo que me pasó en una experiencia que se ofrecía a jóvenes: se llamaba Storta. Viví un mes en una casa para ocho jóvenes, a pocos metros del Hogar de Cristo, combinando varios aspectos de la vida comunitaria, apostólica y de oración con los estudios. Fue una síntesis de todas las experiencias personales y comunitarias vividas previamente, y se me mostró como un estilo de vida.
—¿Cómo fue el proceso de discernimiento que realizaste para elegir a la Compañía de Jesús?
Al terminar cuarto medio tenía cierta inquietud respecto de la vocación a la Compañía, pero al mismo tiempo estaba enamorado. Al final del primer año de universidad terminó ese pololeo y busqué un acompañamiento espiritual. Luego me distancié de la duda vocacional, sin embargo, en mi tercer año de universidad comencé a experimentar nuevamente un profundo deseo de tener a Cristo en el centro, viví la experiencia de la Storta y retomé el acompañamiento espiritual. Mi pregunta se fue sincerando cuando pude decir tranquilamente que Dios había puesto en mi corazón el deseo de seguirlo como jesuita.
—José Manuel, tú consideraste otros carismas dentro de la Iglesia al momento de discernir tu vocación. ¿Qué te llamó la atención de la Compañía de Jesús?
Fueron tres cosas: primero, la figura de San Alberto Hurtado, por su pasión, su mística, su entusiasmo, su profunda fe y su sentido social. Segundo, la acción por la justicia que se vincula a la experiencia de fe: llamaba mi atención que los jesuitas estaban en terreno y servían a los más pobres. Y, por último, los veía como sacerdotes sencillos, sinceros, críticos y diversos, personas con las que se podía conversar libremente y que hablaban en un lenguaje más cercano.
LA MISIÓN DE CRISTO
—¿De qué manera quieres servir al pueblo de Dios?
Reconociéndome como uno más, como un hermano, no desde un sitial de poder. Servir en nombre de Jesús, asumiendo los desafíos que sean necesarios, sin temor. Soy parte de la comunidad eclesial y desde ahí entiendo mi misión de acompañar, cuidar y caminar junto a otros y otras.
—Gonzalo, ¿cómo quieres vivir tu vida sacerdotal?
Como un sacerdote apasionado por la misión de Cristo. Un poco al modo de los primeros compañeros de Ignacio: doctos y pobres. Deseo vivir una vida de inserción, cercanía y amistad con los pobres y marginados. Una vida en sencillez, simplicidad y austeridad. Y, al mismo tiempo, un sacerdocio que busque una transformación de la sociedad a través de la reflexión y la acción en redes de trabajo colaborativo en este continente y en este país. También ser agente de una sinodalidad renovada, en la que todos somos parte de un mismo banquete, presidido por Cristo.
UNA NUEVA CONSTITUCIÓN
—En el marco del proceso constituyente que estamos comenzando, ¿cuál debería ser el rol de la Iglesia?
Debiera simplemente participar de este proceso. No se espera ni que aleccione a la sociedad ni que controle las decisiones que se vayan tomando. Tenemos la oportunidad de conversar, dialogar, aprender y descubrir junto con otros lo que nuestro país necesita para sentar las bases de una sociedad más justa y reconciliada. Participemos, pero no como el que sabe sino como el que sirve. También tenemos la oportunidad de levantar ciertas causas que den cuenta de todo el trabajo en las bases comunitarias y parroquiales, en contacto con los más desfavorecidos, los pobres, migrantes, ancianos, desempleados, indígenas y tantos grupos de excluidos. Que nuestras causas sean reflejo de la realidad que hemos tocado y oído como Iglesia.
—¿Cuál es tu opinión, José Manuel?
La Iglesia es todo el Pueblo de Dios, no solo los obispos. El rol de la Iglesia es, en primer lugar, ser buenos ciudadanos, interesarnos por el bien común. Es fundamental que nos involucremos, que estemos informados, que participemos y que promovamos espacios de formación en todos los ámbitos en que podamos. Por otro lado, creo que el rol de la Iglesia no es defender intereses o atrincherarse, sino colaborar activamente para que este proceso nos ayude a cimentar un país más justo, inclusivo y con más oportunidades para todas y todos. Sería un error, por ejemplo, que en la discusión pública como Iglesia nos preocupara solo la libertad religiosa y no asuntos fundamentales como la educación, la salud, el trabajo, el derecho al agua, las pensiones, la adecuada distribución del poder y el cuidado de la casa común. Debemos aportar al diálogo para acordar un nuevo pacto político —recogido en la Constitución— que sea verdaderamente la “casa de todos”. JCh