Por Javier Ríos
Artículo publicado en Revista Jesuitas Chile n.° 47
La calle sigue siendo la misma y la brisa fría de junio se siente igual que décadas atrás, rozando el rostro congelado, mientras pisamos con cuidado para no caer en uno de los tantos hoyos con barro de esta zona de la comuna de Estación Central, en la calle Capitán Gálvez, pegada a General Velásquez.
Todo parece igual, incluso la cruz arriba de la Iglesia en plena esquina. Pero no. A pasos se está forjando un cambio que busca asumir los nuevos desafíos de la educación chilena. Ahí está la sede María Goretti del Colegio San Alberto Hurtado, con sus muros color gris, contrastando con el panorama al frente de la calle, donde giran los pequeños postes pintados de azul, blanco y rojo de una barbería. De esta sale un par de ciudadanos haitianos felices, con un corte a la moda. Gritan de lado a lado palabras en creol, mientras viejos residentes continúan su vida sin darle mayor connotación. Es la nueva cotidianidad de la zona.
Una esquina, sinónimo de otras parecidas, en diferentes puntos de Santiago. Esas donde se edifica un nuevo Chile, el que refleja el mayor crecimiento de los cambios migratorios en América Latina de la última década: al país han llegado 179.338 personas nacidas en Haití, en su mayoría buscando una nueva vida, tocando la puerta de una casa que muchas veces se cierra de vuelta con la estela de la discriminación, los empleos abusivos o la exclusión idiomática.
Sin embargo, en esta institución, que es parte de la Red Educacional Ignaciana (REI), optaron por revertir esta realidad, tomar las diferencias como una ventaja y lograr, en base a un novedoso programa de español como segunda lengua, hacer de la inclusión un bosque en esa mirada desértica que los medios de comunicación tradicionales suelen exacerbar diariamente.
Un cambio de mentalidad para lograr la inclusión
Desde el año 2017, el Colegio San Alberto llegó a tener una matrícula de 907 alumnos, de los cuales un tercio corresponden a población migrante. De este grupo, 253 son haitianos, la mayoría llegados sin saber ni una palabra en castellano.
Cruzando la reja amarilla de la entrada, junto a la iglesia, naturalmente los jóvenes haitianos se reunían haciendo un grupo aparte. De ese encuentro surgió el primer desafío para el equipo encabezado por el director, Marcelo Parra, quien, bajo el alero de la educación ignaciana, está a la búsqueda de hacer de este colegio un establecimiento que asuma seriamente el reto de la inclusión.
“Nos dimos cuenta que queremos ser como el Portal de Belén, como el pesebre. Un espacio sencillo, humilde, pero que le da calor y cobijo al que lo necesita, al que después de golpear tantas puertas, aquí en el Colegio lo encuentra. Buscamos la justicia”, explica.
Se dieron cuenta que el cambio debía ser radical, y pasaron de la fase intuitiva a crear un plan en el que la teoría y la práctica se unieran. “No fue sencillo. En más de un año logramos dar un paso profesionalizante, un enfoque técnico-pedagógico. Debimos hacer una combinación de los estudios, la literatura y tener la suerte de tener una profe que pudiera hacer el barrido”, cuenta, refiriéndose al momento en que eligieron fundar el departamento de “Español como segunda lengua”, optando por dejar a los niños en el aula y transformar al idioma solo en una variable más dentro de la convivencia.
Clases de español y la co-docencia
Los niños corren felices por el patio y no temen a la lluvia que se avecina. El gran techo amarillo se lleva la atención de todos. Ahí los chapes de colores en cabelleras pegadas a la cabeza o el pelo volando al viento corren juntos, de la mano, para ver la atracción del momento: un gato que saluda desde lo alto.
Abajo, en el nuevo pasto sintético, una niña de 11 años llega donde Bárbara Gálvez para abrazarla y preguntarle cuándo volverán a tener clases. Desde que se implementó el nuevo programa, su trabajo cambió. Ahora, además de coordinar el plan, tiene que estudiar los efectos de este. Se busca hacer el trabajo de acompañamiento en la sala de clases y, a través de la lógica de la co-docencia, implementar respuestas coordinadas entre los 48 profesores de aula regular.
“Cuando llegué fue chocante, porque los niños llevaban una semana en el país, sin saber nada de español. Fue difícil, pero también me di cuenta que había niños de otros países, Venezuela, Ecuador, Cuba, hasta de China, y tuve que entender que la diversidad en el aula existe. Siempre, por lo menos, hay tres niveles, debemos aprovechar eso”, comenta desde la ex sala de computación que hace un año habilitaron para realizar estos cursos, que se dividen en cuatro niveles de enseñanza para los diferentes casos de aprendizaje.
“El proyecto de avance idiomático surgió para visibilizar la necesidad como colegio e impactar en ello; que los chicos funcionaran en la sala de clases. Se está haciendo algo para que nuestros estudiantes tengan lo que se merecen, para que el trato con ellos sea justo. Para que la mirada hacia el migrante sea como el hermano y no como el que me estorba dentro de la sala de clase”, comenta.
Los resultados en un año evidenciaron el avance, tanto en la adopción del idioma como en la capacidad de integración con sus compañeros de curso. Los chicos están todos los días con sus compañeros compartiendo, y en bloques horarios de una hora van a aprender español.
La mirada docente
Claudia Lara es amable y de trato tranquilo, pero fuerte de convicciones. Ha vivido toda la vida en la Villa Francia, y sabe que para hacer los cambios no basta con soñar, sino que se deben dar las oportunidades para creer en el proyecto. Desde su postura de profesora, y luego de trabajar algunos años en otros colegios, nos cuenta cómo ha sido formar parte del plan.
“Volví y había una gran diferencia, por la multiculturalidad que vi. Me pregunté ¿dónde estoy?, lo ves en las noticias, ves cifras, pero es distinto volver al colegio y darte cuenta que cambió. Para mí fue un reto grande, veía que tenía que ir avanzando, pero ¿cómo lo haces con niños que tienen otro idioma?”.
La profesora de 1° y 2° básico ve directamente los avances logrados por el plan en la sala de clases, donde los niños conviven entre chilenos y otras nacionalidades, y se muestran orgullosos por sus orígenes. Realidad que se puso de manifiesto en la conmemoración del Día de la Bandera de Haití, tradicional festejo de ese país que fue valorado con mucho respeto por toda la comunidad.
“Se produjo el vínculo. Pasando de un curso muy difícil en disciplina a algo mucho más dócil. Actuar así tiene que ver con preguntarte cómo te verías en un país distinto. Tengo familia que vivió el exilio y por eso me doy cuenta que en otro país, donde no domino el idioma y la cultura es distinta, hay que ponerse en sus zapatos y ser empáticos”, concluye.