Hemos recorrido ya un poco más de la mitad del itinerario cuaresmal. Faltan sólo veinte días para la Pascua, por lo que la liturgia dominical se abre con un llamado a la alegría. La oración colecta pide al Señor que nos conceda prepararnos con “fe viva y generosa entrega” a las fiestas pascuales.
Una fiesta, además, que no se reserva para un pequeño grupo de personas elegidas, ni para sólo un pueblo. Ya la primera lectura nos hace ver que Dios actúa incluso por medio de un emperador pagano, y san Pablo, escribiendo también a antiguos paganos les advierte que gratuitamente han sido rescatados de sus pecados. Algo que se aplica, por supuesto, a nosotros. Hemos sido incorporados a Cristo, por gracia de Dios, no por mérito nuestro. Por amor a nosotros, Dios entregó a su Hijo único, para concedernos la vida definitiva. Y lo entregó, conociéndonos mejor incluso que nosotros mismos nos conocemos. Por eso, podemos ponernos bajo la luz de Cristo, sin ocultarnos tras una máscara farisaica; sin aparentar lo que no somos. Ante ‘Cristo puesto en cruz’, nos dice san Ignacio en los Ejercicios Espirituales, podemos contemplar lo que hemos hecho por Cristo; reconocer – más bien – lo que hemos hecho contra Cristo, y lo que hemos dejado de hacer por Él, y contemplar lo que Él ha hecho por nosotros; para que sintiendo y gustando la inmensidad de su amor, le preguntemos sinceramente qué deberíamos hacer por él. A eso nos llama Jesús, cuando nos invita a volver nuestra mirada a Él, como los israelitas miraban a la imagen de la serpiente en el desierto, cuando eran picados por una de ellas.
Todos los seres humanos estamos llamados por Jesús a ponernos bajo su luz, de la misma manera como todos hemos sido llamados a nacer del agua y del Espíritu, al comienzo de su diálogo con Nicodemo, cuyo final escuchamos este domingo. Bajo esta luz, nos reconocemos como pecadores perdonados por pura iniciativa suya. En la celebración pascual, evocaremos el momento de nuestro nuevo nacimiento y renovaremos nuestra fe en Cristo, de quien hemos recibido la vida nueva.
Desde el lunes, y hasta el fin del tiempo pascual, profundizaremos en esa vida nueva, guiados por el Evangelio de san Juan. En esta semana, contemplaremos y escucharemos al Señor (en Juan 4, 5 y 7) llevando vida y salud a quienes aceptan creer en él, mientras otros optan por las tinieblas y buscan eliminarlo. La “fe viva y generosa entrega” que pedimos este domingo, las recibiremos, si estamos dispuestos a dejarnos sorprender por Él, y no por los ídolos que heredamos o que nos forjamos, como Israel en el desierto, o como los escribas, que no podían aceptar que de Galilea surgiera un profeta.
El santoral pasa a segundo plano en Cuaresma, pero la realidad nos llama a orar en esta semana por nuestro país, que vive un relevo de personal en los poderes Ejecutivo y Legislativo. No olvidamos la recomendación de Pablo a Timoteo (1Tm 2,2s.) de orar por ‘quienes sean constituidos en autoridad, para que vivamos una vida tranquila y apacible’. También, el sábado 17 podemos agradecer la labor evangelizadora del monje y obispo san Patricio (¿400-493?) en Irlanda. Y el 12, los jesuitas recordamos que en 1622 fueron canonizados en este día San Ignacio y san Francisco Javier, junto con santa Teresa de Ávila, san Isidro Labrador y san Felipe Neri.