¡Divino tesoro!

Así califica el poeta Rubén Darío a esa etapa central de la vida en la que se configuran los ideales y trazan nuestros sueños, en uno de sus más célebres versos: ¡Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver, cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer!
Llevamos alrededor de dos años como Iglesia católica y como Compañía de Jesús reflexionando y dialogando a profundidad sobre el valor e importancia de dicho tesoro. La Iglesia, con ocasión del Sínodo de octubre del pasado año llegó a tomar a los jóvenes como “lugar teológico”, incisiva afirmación para quienes consideramos en fe que el Dios de Jesús se nos manifiesta en la vida y en la historia. Toca “acompañarlos en la construcción de un futuro esperanzador” para la humanidad y para la tierra, nos ha indicado el Padre General Arturo Sosa SJ, al establecer esa tarea como una de las cuatro preferencias apostólicas universales para los próximos diez años.
Reconociendo que hay diversas plasmaciones y maneras de ser joven, según se haya nacido en un lugar u en otro, se posea una cultura determinada, se domine un particular idioma materno, o se pertenezca a un específico sector socio económico, se puede constatar que los jóvenes comparten al menos cinco rasgos o dinamismos que les facilitaría convertirse en la punta de lanza en la edificación y defensa de una nueva civilización, de un nuevo modo de vivir, de convivir, de producir y de compartir.
Ante todo, su intenso afán de libertad. Poseen un fino radar para detectar las diversas esclavitudes sociales y humanas que se tejen por intereses de todo tipo. Su innegociable y sincero deseo de justicia para erradicarlas. Abundante y coherente generosidad en el esfuerzo cotidiano que ello supone, espontánea y contagiosa alegría en ese bregar, y una sincera y lúcida apertura a que sea la experiencia personal y grupal de trascendencia ética o religiosa la que alimente, sostenga y renueve continuamente ese caminar en búsqueda de que la tierra sea nuestra casa común, que las relaciones sociales e interpersonales estén signadas por la aceptación de una mutua y misma dignidad, y que el sentido pleno de la vida de unos no se establezca a costa del de los otros.
La actual figura histórica, caracterizada por la globalización de la crueldad humana, la destrucción socio ambiental, el cínico engaño, el materialismo rampante, el lucro como motor de la historia, la superficial diversión, la exclusión social, y el fanatismo mental, ha detectado con hábil astucia que es en los jóvenes en donde más y mejor anida la posibilidad de “resistencia” a la que nos exhortó Ernesto Sábato. Tanto por lo que dicha resistencia tiene de rechazo y aversión a su burda mentira, como por lo que posee de alumbramiento y creación de algo nuevo y distinto.
Es por ello que a la mayoría de ellos se les niega la formación competente y crítica, que se les cierran cada vez más las oportunidades laborales decentes, que se les empuja a la pobreza, que se les incita a la violencia, que se les intenta adormecer, que se les busca dividir, y sutilmente persuadir de que hagamos lo que hagamos, esa “ánfora rota” en que el ser humano consiste según Ernesto Cardenal, no tiene remedio.
En América Latina y el Caribe, todos los ignacianos (jesuitas y laicos) que colaboramos en la misión de El Señor de regalarnos “vida y vida en abundancia”, y que trabajamos con miles de jóvenes a través de múltiples ministerios, hemos recibido con entusiasmo la invitación de la Iglesia a redescubrir en ellos, en su realidad, en sus personas, en sus ideales y aún en sus sufrimientos, ese regalo de la vida como don de Dios y como tarea de todos. Y acogemos con gratitud y compromiso la decisión de la Compañía universal de acompañar a los jóvenes con espíritu de escucha y cercanía leal, en su ser punta de lanza en el advenimiento de una “nueva tierra” y un “nuevo cielo”.
Rolando Alvarado S.J.
Provincial de Centroamérica

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