El segundo centro del ciclo de Navidad es la celebración de la Epifanía, es decir, la Manifestación de Dios-en-nuestra-carne. Una celebración que conmemora tres momentos: El Hijo de Dios se manifiesta para todo el mundo, en la adoración de los sabios de Oriente, que contemplaremos este domingo; se manifiesta para el pueblo judío en el Bautismo del Señor, cuando Jesús de Nazaret es proclamado como el Hijo amado del Padre, y se manifiesta para los discípulos, cuando en Caná, un banquete de bodas se transforma en el signo de que ha llegado ya el Esposo a celebrar el banquete mesiánico. Esta triple Epifanía es lo que celebramos, ya el domingo 6, pero que prolongaremos en los domingos sucesivos.
La adoración de los sabios paganos, al relacionarse con los textos mesiánicos universalistas de Isaías y del salmo 71, coronan a estos sabios como “reyes”, cuyo número es fijado en tres, por tradiciones piadosas, que hasta les dan nombres que no aparecen en el evangelio de san Mateo. Lo realmente importante, en todo caso es la efusión universal de la salvación que trae Jesucristo. Todos los pueblos, todos los seres humanos que buscan con sinceridad de corazón, como en Pentecostés, son llamados a adorar a Dios hecho hombre; son hechos ciudadanos de este Reino nuevo. Y, también como en Pentecostés, Dios les habla ‘en la lengua’ de ellos. A quienes buscaban el sentido de su vida en los astros, los llama por medio de una estrella. Y así, mientras quienes se creen poseedores de la verdad se limitan a recordar “lo que está escrito”, a los gentiles se les revela el Salvador en el Niño que encuentran en brazos de su madre.
Como Iglesia, solemos repetir el error de los sumos sacerdotes y escribas y, como Herodes, también podemos temer ser sacados de lo que nos da seguridad y bienestar. Esta fiesta nos mueve a mirar, con los ojos de Jesús (sin pre-juicios) a tantas personas que buscan consciente o inconscientemente el sentido de su vida, y a colaborar con ellas en hacer un mundo más fraternal ofreciendo nuestros dones: bienes materiales, la alegría del Evangelio y los sacrificios personales.
En el curso de la semana, la primera carta de san Juan nos ayudará a discernir en forma concreta la realidad y profundidad de nuestra fe: confesaremos a Jesucristo manifestado en nuestra carne, si amamos a las hermanas y hermanos que encontramos en nuestro camino. Conviene tener presente que a los hermanos no los elegimos, sino que los recibimos: Llegan a nuestra vida, como llegaron los magos a Jerusalén y, como ellos, nos desafían tácitamente a seguir a la estrella. Las escenas evangélicas que contemplamos esta semana nos muestran los primeros pasos de la vida pública de Jesús.
En el santoral de estos días, el lunes 7 se destaca la figura de san Raimundo de Peñafort (1175-1275), quien fuera Maestro General de los Dominicos, y colaborara con san Pedro Nolasco en la fundación de la Orden de la Merced. También es popular entre nosotros el nombre del Beato Gonzalo de Amarante (+1260), también dominico, portugués, a quien se recuerda como San Gonzalo, el día 10.
Que el verano nos ayude en estos días a dejarnos iluminar por la luz del Señor.