Pausa Ignaciana: Abusadores de la naturaleza, abogados de la naturaleza


Por Diego García Monge (Profesor de Filosofía UAH)
El día del eclipse nos ha ofrecido una tregua muy bienvenida. Niños aprendiendo alegremente al aire libre; madres y padres que se dieron tiempo para estar con sus hijos; estudiantes de astronomía percibiendo que su vocación no es un desvarío sino que tiene un lugar y un reconocimiento en la sociedad; un profesor septuagenario dando una charla sobre el mapa celeste ante diez mil personas en un estadio (el profesor se alegra sobriamente al saber, de boca del periodista, que a su conferencia asistiría más gente que a un partido de la Católica, ¡cosas del fútbol!). Plaza Italia, habitual lugar de trasiego y de desmadres, convertido momentáneamente en centro de contemplación y meditación. Personas comunes y silvestres, de toda condición, manifestando su emoción y su agradecimiento a la naturaleza por brindarnos tan maravilloso espectáculo. Y al momento del eclipse total, un estremecimiento espiritual al constatar nuestra pequeñez y el privilegio de formar parte de un cosmos capaz de tanta belleza, y al experimentar una tan profunda comunión con quienes nos rodeaban -paseantes ocasionales a quienes no conocíamos y a los que tal vez ya no volveremos a ver-.
Me quedo con esa acción de gracias a la naturaleza, dicha al borde del estupor, por personas mayores que se expresaban como si hubieran esperado toda una vida para ver el anillo de diamantes que sobrevino a la oscuridad total. Me ha hecho pensar cómo la magnificencia con que se nos dan los paisajes naturales puede ser fuente de tanto bienestar en las personas. Nos llegan noticias desde distintos puntos de Europa respecto de las bondades terapéuticas de permanecer en un bosque (experiencia importada desde Japón), así como las que se siguen de la hipoterapia, la delfinoterapia o la caninoterapia, manteniendo una relación con el animal lejos de la dominación, sino más bien en la receptividad, la serenidad, el cuidado y la confianza.
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La modernidad entendió la relación entre la humanidad y la naturaleza como una guerra que había que ganar. Somos herederos del dicho de Francis Bacon, “conocimiento es poder”, que inspira la tecnociencia contemporánea y que es una exacerbación del antropocentrismo que ve en el cosmos que nos rodea nada más que una despensa de recursos y un resumidero de desperdicios. Sin embargo, Ulrich Beck, a poco de acontecida la tragedia de Chernobyl, publicó un libro estremecedor al dar cuenta de cómo los cada vez más peligrosos esfuerzos tecnológicos de dominio del medio ambiente, combinados con las fuerzas naturales fuera de nuestro control, en lugar de proporcionarnos más seguridad, nos introducían en una sociedad global del riesgo[1]: el incendio nuclear de Chernobyl, combinado con regímenes ingobernables de vientos y lluvia, trasladó una nube radioactiva sobre los cielos de Europa, sin respetar fronteras administrativas o políticas, regando sus cultivos que luego iban a dar a las mesas de la población en la forma de alimentos contaminados, sin siquiera saberlo sus consumidores, a miles de kilómetros del sitio en que se originó el desastre. El mito de Pandora, la historia del aprendiz de brujo, son expresión de lo que ocurre cuando el ser humano se adentra en la expansión del proyecto tecnocientífico de control y dominio desprovisto de algún criterio prudencial que lo ponga a resguardo de su propia falibilidad, ignorancia y petulancia.
En esto el ser humano se encuentra en una situación difícil e ineludible. En la ética aplicada contemporánea, se discute acerca de si la naturaleza (o al menos, los seres vivos) tienen derechos. La discusión es compleja y las aporías abundan. En el esfuerzo por dejar atrás el antropocentrismo, pareciera ser que el único lenguaje a la mano es de todos modos antropomórfico. ¿¡Qué es eso que los animales tienen derecho!?, se preguntan razonablemente algunos que tampoco quieren pasar a la historia como depredadores. ¿Acaso no hay violencia en la propia naturaleza, en sus cadenas tróficas donde el pez más grande se come al más pequeño? Defendemos a las ballenas, ¿pero quién defiende al krill de las ballenas? No son preguntas retóricas o idiotas, son preocupaciones honradas de personas que quieren mejorar la situación presente. Una conclusión provisional podría ser que no sabemos si la naturaleza tiene derechos, pero sí sabemos que los únicos que pueden actuar como abogados defensores de esa naturaleza somos nosotros, los seres humanos. Defenderla de otros seres humanos, ese es parte del drama.
Se suponía que esta columna sería una suerte de comentario de un libro. Ahí voy. Román Guridi SJ, profesor de teología, publicó su tesis de doctorado: Ecoteología. Hacia un nuevo estilo de vida[2]. En este trabajo, que deja en el lector un ánimo esperanzado para afrontar este grave desafío de cuidar nuestra dañada casa común a pesar que el tiempo corre en contra, Guridi desarrolla un argumento muy sugerente en orden a afirmar que el cuidado del medio ambiente forma parte del seguimiento de Jesús. Si el ser humano es imagen y semejanza de Dios, y es en Jesús en quien vemos al Padre, entonces la humanidad de Jesús es la clave para entender de qué imagen y semejanza se trata. La estrategia argumentativa del autor se construye a partir del pasaje de Filipenses 2, 5-11, que resulta ser una reflexión muy oportuna sobre el sentido cristiano del poder. En efecto, allí se nos dice que siendo Jesús de condición divina, no se aferró a ella en su propio beneficio, sino que se vació él mismo haciéndose esclavo o servidor, y fue por ello que el Señor lo ensalzó. Así pues, la imago Dei a que exhorta el libro es la de una humanidad que se autolimita y se entrega amorosamente en el servicio, porque puede hacerlo, y que incluye el cuidado de la creación cuya administración (¡su administración, no su dilapidación!) nos fue confiada por el Creador en sus inicios.


En un horizonte espiritual diverso, Amartya Sen, pensador indio y premio Nobel de Economía, nos dice algo semejante. Intoxicados en la idea que comportamiento racional es sinónimo de comportamiento egoísta y maximizador, Sen procura contra-argumentar diciendo que es también comportamiento racional todo el que es susceptible de examen crítico, como por ejemplo el que opera sobre la inspiración de la simpatía y del compromiso con el bienestar de otros. Y agrega una acotación de importantes secuelas éticas, inspirada en el budismo: Quien dispone de poder respecto de otros, es decir, quien se encuentra en una situación asimétrica de capacidad respecto y/o sobre otros, pues bien, en razón de esa asimetría adquiere la responsabilidad de hacer por ese otro lo que él mismo no puede hacer y que lo beneficiaría, sin que la motivación para ello sean los beneficios de la cooperación: así es como actúa la maternidad, beneficiando a la criatura que no puede valerse por sí misma, sin que exista cálculo de beneficios de por medio[3]. La afinidad con el texto de Filipenses es patente, lo que lo refuerza desde un punto de vista interreligioso y multicultural. Siendo como es el cuidado de la tierra una urgencia de dimensiones planetarias, es una buena noticia que pueda suscitar el acuerdo de tradiciones espirituales diversas.
Valernos de la ecósfera para la satisfacción de nuestras necesidades elementales no excluye, sino más bien al contrario, incluye la necesidad de dejarla ser en sus propios términos, permitirle su resiliencia ante los trastornos que nosotros introducimos en ella, y apreciarla, en un sentido que ya no es instrumental, en todo cuanto en ella pueda tener un valor intrínseco. La experiencia del eclipse ha tenido algo de eso. Hubo mucha técnica involucrada en ello, y no faltó el habitante de Vicuña que inflara el pecho al declarar a “Vicuña, capital mundial de la astronomía”, en razón de sus modernos observatorios. Pero, bien mirado, es tecnología de última generación que hacía posible la contemplación y la reflexión acerca de nuestro modesto lugar en la inmensidad del universo, el mismo que nos fue encargado cuidar.
[1]    Ulrich Beck, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. Paidós, Barcelona, 2006.
[2]    Román Guridi, Ecoteología. Hacia un nuevo estilo de vida. Ediciones Universidad Alberto Hurtado – Centro Teológico Manuel Larraín, Santiago, 2018, 334 páginas.
[3]    Amartya Sen, La idea de la justicia. Taurus, Madrid, pp. 236 a 238.

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