“Si no hubiera sido por la violencia en las calles Chile no habría despertado”. Escuché esta frase varias veces, contemplando una estación de metro quemada, caminando de regreso junto a un vecino, conversando en la universidad.
Entristece hasta las lágrimas esta sentencia… ¿Por qué tendría que ser necesario la muerte y el incendio para que dijéramos “escuchamos”? ¿Por qué tendrían que seguir pareciendo necesarios para que quienes nos beneficiamos de la desigualdad efectivamente escuchemos y resolvamos modificar las leyes, los contratos sociales, los modos efectivos de relación? ¿Por qué no nos anticipamos actuando por genuino amor social y no por miedo?
Aventuro a creer que la legitimación de la violencia -no sólo en el que apedrea, en el que se defiende a tiros o en el que teoriza sobre su necesidad- sino en los que sólo reaccionamos acorralados por el temor a ella, manifiesta entre otras cosas una neta falta de hondura en nuestra experiencia de Dios, en la calidad de nuestro “amor a la verdad”, como diría Gandhi. Difícil asunto el repararla si hemos invertido décadas en desconectarnos de los afectos profundos que nos hermanan para rendir tributo a los impulsos ciegos que nos aíslan, supuestamente saciados por algún consumo que promete gratificarlos sin lograrlo jamás. Desgraciadamente nuestros corazones no sólo se acostumbran a no moverse más que por miedo o placer, sino que terminan generando sociedades injustas por su propia violencia de desconexión. Y experimentando creciente náusea a hacia alguna forma de ayuno que nos reconecte. En ese contexto reina el compulsivo “ojo por ojo” que nos deja más ciegos que antes.
“¿Y la Iglesia dónde está?” también se escucha en las calles. Siento que nuestro amordazamiento tiene que ver también con esa misma superficialidad espiritual que nos inunda a muchos de los que creemos que creemos. Muchos hemos caído en la tentación de creer que para acercarnos a Dios tenemos que alejarnos de los hombres y mujeres, de sus furias acumuladas por las vulneraciones de los Derechos Humanos, de sus anhelos profundos de reparación, de dignidad sagrada y común. Consumimos sucedáneos de paz, porque la Paz que da Jesús no es la que da el mundo…Su Paz supone comprender las causas de la rabia para reparar su fábrica injusta, inhumana y cruel. Supone el don de su Espíritu Creador. Implica encarnar una alternativa a las violencias (de las estructuras sociales y de los delitos) con un amor más grande que ellas… La Paz fruto de la justicia está grávida del mandamiento más importante, de las coordenadas cotidianas de Jesús: rebélate cotidianamente contra tus ídolos; esfuérzate por amar a cualquiera tanto como amas a tu hijo más querido. Un amor nuevo por el “cualquiera”, descubierto como auténtico hermano.
Casi un mes antes del estallido social, el 28 de septiembre, había muerto José Aldunate SJ. ¿Qué experiencia de Dios hizo posible que quien se crió con nodriza en un palacio inglés hiciera tan larga re invención personal en el amor a su pueblo? Nos confesaba en su relato… “tengo una clara conciencia de cuándo tomé mi opción fundamental: fue cuando decidí mi vocación. El motivo profundo de esta decisión fue la opción por Dios, esa que se toma, según los teólogos y los místicos, no en la superficie sino en el fondo del alma. Esta opción trasciende el deseo de la felicidad y demás motivaciones, al mismo tiempo que las ordena e inspira”.
Hoy vuelvo a tomar su libro “Un peregrino cuenta su historia” con la esperanza de que todos nos hagamos peregrinos, de modo que una experiencia genuinamente profunda del Espíritu de Jesucristo y del ser humano, hecha en medio de la Iglesia que somos, genere convicciones, prioridades y redistribuciones que hagan posible el Pacto Social que Chile anhela. Otro modo de relaciones humanas, para algunos viviendo con menos cosas, para todos, viviendo con más vínculos.
Y para hacer camino desempolvo un pequeño librito de Ilades de 1982, de Gustavo Lagos “La No violencia, Teoría y Práctica”. Si nuestro actual modo de sociedad deja vacío el corazón, fabrica violencia por su desigualdad y destruye la única casa común que tenemos, ¿no podemos redescubrir el amor transformador de las relaciones sociales, nacido para los creyentes de un genuino encuentro comunitario con Jesucristo? Sostenía Gandhi que “la No violencia es imposible sin la creencia en Dios y su doctrina está construida en la confianza de la disposición natural del hombre hacia el amor”. La experiencia de resistencia No Violenta durante la dictadura demostró que creyentes y no creyentes sí comparten una experiencia del Espíritu muy profunda: hay una alternativa a la violencia, a la resignación, a la impotencia y a la obediencia servil ante quien fabrica violenta desigualdad acumulando: el trabajo de convencer al hermano que ahora oficia de adversario, con un respeto y amor más grande que su violencia. Un amor en adoración verdadera, des instalando con porfía los propios ídolos que también necesitan víctimas para existir. Un amor que incluye, como en el mismo Jesús, la posibilidad de la propia postergación, del propio sacrificio (palabra hoy prohibida), no para humillarnos a los que acumulamos sino para convencernos por un amor que remece y repara porque devuelve una dignidad que nos parecía “perdida”.