Por Juan Pablo Espinosa Arce
Académico Universidad Alberto Hurtado y Universidad Católica de Chile, Educador y Teólogo
Vivimos en la época del cansancio. Vivimos en medio del ajetreo de los medios de transportes, de la inmediatez de las redes sociales, de considerar todo urgente pero nada importante. Autores como el filósofo coreano Byung-Chul Han nos dicen que ésta es la época donde prima la sociedad del rendimiento: tu puedes hacer todo lo que quieras. Pero este modelo de convivencia social tiene un problema: genera gente estresada y que cuando ven que los proyectos no les resultan, se sienten fracasadas. Vivimos todo hacia afuera, pero también ejercemos una fuerte violencia contra nuestro yo más interno. Y entonces, en medio de este caos social-afectivo-emocional, ¿qué salida podemos encontrar para volver a mirar el mundo de una manera nueva? Quisiera proponer una clave para, en lo cotidiano, volver a mirar lo esencial, a abrazar una vida perfectamente imperfecta, a danzar al compás de una música más lenta: cultivar el jardín de la interioridad.
“Cuando uno gusta y siente internamente está dando espacio a formas nuevas de vivir, ya no dominadas por el “principio del rendimiento”, sino que animadas por lo sutil, por la apertura a lo nuevo, a disfrutar el asombro y lo cotidiano”.
¿Qué es la interioridad? Recurriré a la expresión de Ignacio de Loyola: sentir y gustar internamente. Mirar la realidad desde la conciencia de un yo interno que es dinámico, que crece, retrocede, camina lento y rápido, de un yo interno que no es sólo blanco y negro, sino que está tapizado de una gama más amplia de colores. Mi interioridad es un espacio donde, por fe, creemos que Dios habita. Esto es lo que se llama conciencia (literalmente: tener conocimiento). Y porque Dios mora en este espacio íntimo es que nuestra interioridad es sagrada. Nuestro yo interno es un espacio escondido, adentrado en el Misterio, no perceptible al primer golpe de vista. Para entrar al jardín de la interioridad hemos de ser capaces de tener una disposición de vida especial que nos permita reconocer que el alma, que nuestro espíritu, que nuestras emociones y sentimientos están en constante actividad. Cuando uno gusta y siente internamente está dando espacio a formas nuevas de vivir, ya no dominadas por el “principio del rendimiento”, sino que animadas por lo sutil, por la apertura a lo nuevo, a disfrutar el asombro y lo cotidiano. La interioridad, por tanto, no es una cuestión propia de místicos y santos, sino que es una dimensión humana profundamente cotidiana. Todos los días vamos ejerciendo nuestra interioridad: amar, llorar, pensar, crear, orar…
Pero ejercitar la vida interior es un arte, un cultivo. Hay que aprender de los ciclos de nuestra historia; es necesario sopesar y discernir continuamente cuál es el propósito que le estoy dando a mi vida. Somos un proyecto, literalmente, seres lanzados a un MÁS. Estamos como en una catapulta que se tensa y nos arroja a otros espacios. La tensión se denomina pasado, presente y futuro, la tensión es la historia, la tensión es vivir en la dinámica del cultivo, de entender cuándo es el tiempo de preparar la tierra, de sembrar, podar y cosechar. Eso hace un hortelano en su jardín. Conoce su tierra, sabe dónde lanzar su semilla y sabe recoger a su tiempo, pero también sabe que puede ocurrir que la semilla no produzca fruto. Ahí nuevamente debe aprender a discernir.
Entrar en el jardín, reconocer la vulnerabilidad de ese mismo jardín, entender que a veces las flores por más que las cuidemos sufrirán las consecuencias de las heladas y de infecciones. Este reconocimiento y las formas de superar los momentos de crisis hablan de un discernimiento cristiano maduro. Y es maduro en tanto cuanto debemos comprender que el jardinero siempre es Dios. Dios nos ha amado primero y nos ha invitado a construir un buen jardín donde la vida crece siempre nueva. El primer movimiento del amor es de Dios, y nosotros podemos responder o no responder a él. El cultivo de la interioridad pasa también por esta madurez de fe, la cual es siempre una decisión libre, consciente y responsable.
Cuando en medio de nuestras sociedades cansadas, saturadas de información, de estímulos y de ruidos espirituales sintamos que las fuerzas ya no dan para más, tengamos la sabiduría de volver una y otra vez al jardín de la interioridad, de la espiritualidad, de la búsqueda armoniosa de un Dios que nos ayuda a podarnos de todo aquello que nos deshumaniza. La profunda amistad con el Dios jardinero nos transformará paulatinamente en jardineros y jardineras que cultiven una tierra buena, bella y verdadera.