Por María José Encina (Hermana Comunidad Adsis)
Hace semanas que vengo desarrollando esta reflexión, trayendo a la memoria, la vida de tanto y tantas que ofrecieron su vida, por una sociedad más justa, más digna, más de Dios. Tengo en mis ojos, la foto del 4 de septiembre de 1970. La gente, podríamos decir, los pobres, en la Alameda, esperando el discurso del presidente Salvador Allende. La esperanza de que algo podía cambiar. Años después, un 11 de septiembre de 1973, las armas, el poder descontrolado, las ansias de imponer un modelo económico para los poderosos, hizo que la violencia acampara, comenzando un grito desesperado de Dios, de ¿dónde está tu hermano?, ¿dónde está tu hermana?
Muchas personas, aún dicen, que no fueron capaces de ver, de creer, el infierno que se estaba “ejecutando” para miles de personas, millones de familias y una descendencia que enfrentaría la desigualdad social, los márgenes socio – económicos, y una violencia que ampara(ba) al rico y desprecia(ba) al pobre.
En mi cuerpo, en mi memoria, están la vida de tantos y tantas. Y viene a mí la luz, de aquellos que pusieron todo en riesgo, convirtiéndose en portadores de las bienaventuranzas, para dar consuelo a los pobres, a los que lloran, a los misericordiosos, a los que buscan la justicia, a los que son perseguidos por defender estos valores que dan nuestra dignidad, de ser seres humanos, hijos e hijas de Dios. En estos años, hemos vivido muchas muertes de aquellos que quisieron compartir este camino, viene a mi corazón, Sola Sierra, Gladis Marín, Ana González, Helmut Frenz, Roberto Bolton, Alfonso Baeza, Pierre Dubois, Pepe Aldunate y Mariano. Viene a mí el grito valiente de Dios, en la creatividad del comité Pro Paz, y después en la respuesta genial de la Vicaría de la Solidaridad. Ese espacio que recuerda lo sagrado y prioritario que es la vida, que se deja convertir por las promesas escatológicas del que “Reino” viene ya, y de qué nuestro actuar se convierte en un imperativo, en el que no podemos esperar. Para vivir el Reino y su justicia, no se puede esperar ni un día más.
Y de pronto, esas palabras, que nos regalara Allende como una promesa, de que se volverán abrir las grandes Alamedas, surge como un deseo ardiente, como una palabra dicha que pareciera tener esperanza, regada con la sangre de tantos, y con las manos y pies compartidos de los que han tomado como suyos la urgencia de un mundo mejor. Aún en medio de un dolor que ninguno logra imaginar, la vida siguió surgiendo, los gritos no cesaron, y la tierra en palabras de Yahvé, siguió “clamando por la sangre derramada” Nadie quedó olvidado, aunque intentos hubo muchos (y los siguen habiendo) …. Los jóvenes en su icónica fuerza hicieron suyas las demandas del pueblo, y esto no es de este tiempo, sino ya desde el inicio de la revolución pingüina, que, con creatividad, voz, y cuerpo, levantaron gritos que habían sido silenciados, en el sueño más mortal que el ser humano puede vivir. “La esperanza desesperanzada”. Y sí, porque sabemos que salimos de la dictadura, se sobrevivió, y se intentó agradecer lo que no se nos había quitado… y esa esperanza, “nos desesperanzó” y nos instaló, en un “estamos bien, esto no es dictadura”. Y nos olvidamos de los pobres, de los marginados, de las mujeres, de los ancianos, de nuestros hermanos y hermanas indígenas… nos olvidamos de la tierra que clamaba, nos cansamos y también nos acomodamos.
Pero los jóvenes nos fueron gritando… año tras año… que no estábamos bien, que había que luchar, que no nos podíamos quedar con lo que teníamos… porqué realmente ¿Qué teníamos? Sus gritos encendían el alma a ratos, pero el sistema “opresor” nos volvía a callar, a meter en la rutina, a cerrar nuestros ojos y oídos en la micro, porque el cansancio no da para más. Pero parece que algo se fue despertando, no como un bello príncipe, que viene a romper un embrujo, a la princesa presa del sueño… Si no que el SUEÑO… se convirtió en voz, la voz en grito, el grito en cuerpo, y así de a poco, la voz del profeta Isaías, rebrotó con coraje para decir, “¿No es más bien el ayuno que yo escogí, desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los quebrantados, y que rompáis todo yugo? (Is 58:6)
El 18 de octubre, los jóvenes nuevamente nos regalaron una lección ya olvidada… “no luchamos por nosotros, luchamos por los otros…por los que no pueden hacer y decir, lo que nosotros hacemos y decimos” y maravillosamente los primeros que se les sumaron, fueron los viejos…. Nuestros ancianos y ancianas… que, parados en las veredas, aplaudían a estos jóvenes que nuevamente nos recordaban que el “capitalismo hamelin” puede dejar de tocar su melodía, y sus gritos despertar nuestros corazones, que, sin duda, aún latían. Y la plaza, que nos separaba, Santiago arriba, Santiago abajo…Santiago rico, Santiago pobre, se fue tiñendo, de fuerza, gritos, vida. De a poco aparecieron las banderas, ya no, las del 4 de Septiembre del 1970, aparecieron los estudiantes, las mujeres, los hinchas del futbol, los distintos gremios de trabajadores y trabajadoras, los niños, y niñas… miles de carteles, y la plaza Italia… se transformó en plaza dignidad y el grito, en “Chile despertó”.
Eso que nos parecía imposible, de una unidad en la diversidad, nos fue cohesionando, al punto que estamos a días de un plebiscito, histórico, en el que todo puede pasar. Los jóvenes han ofrecido sus ojos, han quedado ciegos, y cómo decía Gustavo Gatica, “regalé mis ojos para que otros puedan ver”, y también los han tomado presos… la última misa pública de Mariano fue por esto… por los presos de la revuelta… los que aún seguimos clamando por su libertad. El poder intentará con todas fuerzas derrocar este despertar, pero creo que ya no hay vuelta atrás, porque nos hemos dado cuenta de todo lo que nos han quitado. Mi deseo profundo es que la iglesia no se quede como el ciego Bartimeo, que tan bien lo explicaba mi amiga Soledad del Villar el otro día, es decir, al lado del camino. O que Jesús haga el milagro, y así como despertó a los que dieron su vida, la despierte ahora. La iglesia hoy tiene nombres comunes…. Y esa es una belleza, porque nos hace hermanos y hermanas, nos hace perseguidos, nos hace bienaventurados. La iglesia de a pie, debe exigir, imperativamente, la conversión de nuestra institución eclesial, para luchar juntos y juntas una vez más, poniendo la vida en riesgo, por este Chile que despertó…. Y que ciertamente no debe dormir jamás.
Columna de María José Encina.
Hermana Comunidad Adsis.