Por Diego García Monge
“En estos días de reflexión entumecida” podría ser una traducción más o menos libre del primer verso con que Freddie Mercury da inicio a una de las canciones –Heaven for everyone– del último disco que alcanzó a grabar con Queen y que se publicó de modo póstumo. Es una canción sencilla y que hace bien a quien la escucha. Viene a la mente al ir haciendo el recuento de todo lo que hemos ido viviendo y de lo que nos vamos enterando a medida que transcurre la emergencia por el COVID 19. En cada nueva reunión realizada en forma remota, al preguntarnos cómo hemos estado, afloran las más contradictorias experiencias. Hay acciones de gracias por este tiempo en que, quienes pueden cumplir la cuarentena en buenas condiciones, han podido pasar como nunca antes junto a sus familias. Hay agobio para quienes la carga de trabajo ha aumentado significativamente. Para los que somos profesores, se ha hecho más explícito el rostro humano de los estudiantes (¡¡¡aunque muchos de ellos prefieran no mostrar ese rostro manteniendo apagada la cámara durante las reuniones…!!!). Hasta ahora, pensábamos que los deberes de los profesores eran saber mucho de su asunto y comunicarlo bien. Ahora vamos aprendiendo -un poco a palos y sin escapatoria- que también nos toca “cargar con la realidad” de las vidas de jóvenes en que se combinan la ilusión por el futuro y el temor por el presente, vividos muchas veces en condiciones precarias.
Entre los creyentes, también se producen movimientos sincopados. Para algunos, la cuarentena ha sido el gran retiro espiritual de sus vidas; otros en cambio añoran la vida comunitaria presencial, la participación en los sacramentos y la práctica de la solidaridad. Con varios con quienes he tenido ocasión de conversar, la palabra “impotencia” se repite con frecuencia: no poder hacer algo más de nuestra parte por quienes necesitan más y pueden menos, porque se nos pide quedarnos quietos como mejor manera de solidarizar, mientras otros se están jugando el pellejo en las ineludibles tareas de primera necesidad.
Aparte, el engreído país estrella de América Latina en que nos habíamos convertido ha quedado con sus vergüenzas al aire. El mucho crecimiento económico dejó en un punto ciego nuestras flaquezas, y ahora estamos recibiendo una cura de humildad teniendo que escuchar a quienes hace tiempo venían advirtiendo sobre las asimetrías de nuestro desarrollo y que habían sido considerados aguafiestas. Nos espera un invierno muy dramático, pues la enfermedad parece haberse desbocado y lo bien que podamos hacerlo de aquí en adelante no anulará el efecto de los graves desatinos cometidos en el tiempo anterior.
Con todo, en circunstancias como estas es cuando más se aclara el sentido que tienen las cosas. Por ejemplo, en la mesa social del COVID las universidades han presentado propuestas relacionadas con el acompañamiento de los moribundos, a objeto que la experiencia de la muerte pueda ser asisitida por la familia más próxima y no en soledad. Esto, que podría parecer un detalle de importancia subalterna cuando de lo que se trata es de salvar vidas con los escasos medios al alcance, refleja un humanitarismo fundamental a tener en cuenta cuando el momento de la reconstrucción se produzca: los seres humanos hemos sido creados para la comunicación amorosa y para el recuerdo respetuoso de la dignidad de cada uno de nosotros -de cada uno, no del promedio de todos nosotros-. Aunque una vida se vaya apagando, su vocación a la comunicación y a la comunión pervive.
Richard Sennett menciona cómo en la Edad Media los cultos marianos estimularon el cuidado durante las grandes pestes, cuando el interés egoísta aconsejaba alejarse de los demás. En esos cultos se atendían enfermos, se retiraban los cadáveres en lugar de dejarlos abandonados, y se procuraba -conforme a los conocimientos de la época- sanear el exterior de las edificaciones con hierbas saludables. Estas acciones de pura compasión hicieron del cristianismo “una religión del pueblo” que daba cohesión a la comunidad.
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Asimismo, ahora afloran por todas partes noticias de la acción, a veces pequeña, otras veces de más envergadura, de las comunidades cristianas que se colocan al servicio de otros. La contribución que esto pueda hacer a la recomposición del tejido social de un Chile tan atomizado es inestimable, tanto como a la revitalización de la vida de la propia Iglesia.
Citando un texto de Platón, el ex rector de la Universidad de Chile, Juan Gómez Millas, exhortaba a los estudiantes en 1954 a no olvidar que la principal riqueza de una sociedad estaba en la inteligencia y creatividad de su gente. La grandeza de Atica -pobre en recursos naturales- fue el fruto combinado de la miseria y el ingenio. Ahora mismo se conocen iniciativas que, aunque parezcan pequeñas o marginales, podrían ser la semilla de la mejor sociedad que nos espera. Menciono una: es sabido que la brecha digital no permite a todos los niños realizar una educación a distancia en condiciones mínimamente apropiadas. Pues bien, hay profesores que están alfabetizando a los más pequeños a través de mensajes de Whatsapp dirigidos a los teléfonos de los padres. Es cierto, esto no cubre todas las necesidades que existen en ese plano y en otros, pero da cuenta de la potencia que tiene la creatividad para crear riqueza allí donde parecía no haber nada. Lo mismo puede decirse de las ollas comunes o de la atención que se está prestando a inmigrantes que acampaban prácticamente a la intemperie frente a sus sedes diplomáticas: así se multiplican los panes y los peces.
Pero no se trata sólo de ingenio. Refiriéndose al extraordinario liderazgo de Jacinda Ardern como primera ministra de Nueva Zelanda -país que ha dado la batalla más exitosa al virus hasta el momento-, los cronistas convienen en señalar que en su caso se ha producido una combinación virtuosa de la ciencia, la transparencia y la compasión. En efecto, sobre la base de la mejor información disponible, comunicada a la población de manera accesible pero sin ambages y con sentido de realidad, y demostrando además una fuerte empatía con los temores de las personas, el conjunto del país pudo llevar a cabo el colosal esfuerzo de una cuarentena temprana y generalizada, al término de la cual la propia primera ministra era quien se adelantaba a agradecer a la ciudadanía por el gran esfuerzo realizado.
Nos esperan semanas muy duras y probablemente dolorosas. Pero estamos llamados a hacerles frente en forma tal que las grandes esperanzas cristianas -que la muerte no tiene la última palabra, nada menos- sean apuntaladas con esta mezcla de ingenio y compasión, capaces de derrotar a la melancolía.