Por Diego García Monge (Profesor de Filosofía UAH)
Dice Serrat en una canción, “de vez en cuando la vida / toma contigo un café / y está tan bonita que da gusto verla…”. Un pequeño detalle amable puede salvar un día horrible, o llenarnos de esperanza o colmar de bondad nuestro espíritu. Días atrás me cupo formar parte de una comisión examinadora de una defensa de tesis de licenciatura en la universidad en que trabajo. La tesis estaba muy bien, y su defensa ante la comisión fue aún mejor. El tesista –a quien no conocía personalmente- tuvo el buen criterio de invitar a algunos amigos, con lo cual este momento académico de tanta calidad tuvo más testigos que la sola comisión examinadora, que por desgracia es lo usual en estos casos. La actitud del tesista durante su defensa fue al mismo tiempo brillante y modesta. Sin embargo, hubo un detalle de la tesis en el que no he podido dejar de pensar desde entonces. En la página de los agradecimientos, luego de reconocer la ayuda de numerosas personas –familiares, amigos, profesores- dice al finalizar –para no ofender el pudor de nadie omito los nombres: “Le debo también un especial agradecimiento a la profesora (…), quien quizás no se acuerde de mí, pero que en un momento complicado y desesperanzador de mi vida me entregó su consejo desinteresado, que me permitió seguir adelante”. Esta breve frase, tan llena de detalles –un agradecimiento público a “quien quizás no se acuerde de mí”- me proporcionó un momento de consuelo de esos que a veces escasean, ¡la vida se estaba tomando conmigo un cafecito! Le comenté el episodio a la profesora aludida –una bellísima persona-, me dijo recordar al estudiante, ¡pero no el haberle dado un consejo desinteresado! ¿Exceso de modestia de su parte, o simplemente la proverbial ausencia de locuacidad del ágape cristiano?
Esta es parte de la cuestión: las cosas son “en sí mismas” suelen decir los filósofos, pero también por contraste con otras (son en sí mismas pero también “para otro”). Hegel, acostumbrado a decir en difícil cuestiones que podrían no serlo tanto, dice que “la cosa es lo contrario de sí mismo” (!!!), pero con ello quiere decir que un grano de sal es salado porque es salado, pero además porque no es dulce, o ácido o amargo; que es blanco porque es blanco, pero además porque no es verde, ni negro ni amarillo ni azul, etcétera. El momento de consuelo que comentaba recién emerge sobre el trasfondo de quizás cuánto sufrimiento vivido calladamente, en este caso, por un estudiante. ¡Cuántos más habrá en situaciones semejantes, alrededor nuestro, sin que siquiera lo sospechemos! En estos días se ha comentado mucho acerca de los problemas de salud mental de los estudiantes universitarios. Los estudiantes de arquitectura han hecho público su reclamo, y se multiplican los estudios científicos, crónicas y columnas de opinión para visibilizar el tema, que es creciente y grave. Recién este lunes 29 de abril, La Tercera dedica una extensa crónica al asunto: 44% de los estudiantes universitarios que formaron parte de un estudio han estado en tratamiento psicológico, reza el titular, y luego desglosa entre los que tienen síntomas depresivos (46%), ansiedad (46%), estrés (54%) y continúa con trastornos alimenticios (87%), trastornos del sueño (67%), en fin. Preguntado en esa crónica un estudiante que dice haberlo pasado muy mal en una universidad de la que ya no forma parte, confiesa que nunca fue al psicólogo porque lo consideraba una derrota, “como que no me la estaba pudiendo solo”[1]. En los orígenes de este cuadro así descrito, hay muchas causas. Traumas tempranos vividos durante la infancia (abusos o negligencias físicas o emocionales); difíciles condiciones de vida (combinación de estudio y trabajo, falta de ingresos, endeudamiento, vida lejos de las familias de origen); sobre carga académica; una paternidad o maternidad temprana; tener que asumir responsabilidades de cuidado dentro de la propia familia; una cultura que fomenta la explotación voluntaria de sí mismos que se hace pasar como síntoma de ser competente, libre, exitoso y autorrealizado; una ciudad difícil de habitar, y suma y sigue.
En 2006, el entonces superior general de los jesuitas, el holándes Hans Peter Kolvenbach estuvo en Chile e inauguró el año académico de la Universidad Alberto Hurtado[2]. En esa oportunidad, adelantándose al hecho que la entonces muy pequeña universidad experimentaría crecimientos bruscos y acelerados, pidió no dejar de lado un rasgo central de la espiritualidad ignaciana y de su Ratio Studiorum. Se refería a la “cura personalis”, el cuidado que se pone en la persona completa de cada estudiante. Señalaba que la regla para medir la calidad de una universidad era la calidad humana alcanzada por los estudiantes. Así pues, pese a las condiciones de creciente masividad y despersonalización de los estudios universitarios, pedía el P. Kolvenbach educar a la persona en su totalidad, tanto en lo intelectual y profesional como en lo sicológico, moral y espiritual. Ponía a los profesores una vara alta al respecto: “El desarrollo de la persona surge de una relación personal, vivida en primer lugar entre el docente y el estudiante, entre el profesor que conoce a sus estudiantes y se interesa por ellos con todo el respeto y la discreción requerida, y el estudiante que se enriquece por el perfil humano que el profesor especialista manifiesta en el desempeño de su profesión”. Para ello se requerirá de estructuras e instituciones de apoyo a los estudiantes –y por qué no decirlo, de todos quienes laboran en una institución-, pero sobre todo de una cultura de la responsabilidad por la suerte del otro, que nos lleve más allá de la vida académica y nos haga encontrarnos de lleno ya no con la vida del estudiante o del joven, sino de la persona entera, hombres y mujeres. Eso es lo que creí ver en ese agradecimiento del estudiante a su profesora: una cultura de la responsabilidad, del cuidado, de la compasión, delicada y discreta al punto que la profesora no recordaba haber hecho ese bien.
Santiago es una ciudad cada vez más difícil de habitar. El cronista Roberto Merino, en una entrevista algo lejana[3], defiende la necesidad de sentido del humor para poder vivir en ella: “El humor es una defensa. Si no tienes humor en Santiago, o tienes mal humor permanente, estás condenado a morir muy joven. Una persona especialmente neurótica acá puede vivir experiencias infernales”. Creo que tiene toda la razón, sin humor la vida puede ser bien difícil en la ciudad. El humor, cuando no se construye sobre la base de la ofensa o la discriminación, sino sobre la observación sutil e inofensiva de las rarezas de la vida, incluso la propia, proporciona bienestar y es síntoma hasta de una mirada esperanzada: ¡hay buenos motivos para reírse! Pero se necesita más que buen humor. Dos fuerzas hasta hace poco miradas desdeñosamente por los sabiondos y que hoy crecen a paso firme, precisamente ponen el acento en ese rasgo del cuidado y la responsabilidad por el otro, ya no como una profesión reservada a especialistas, sino como una cultura que nos concierne a todos. Son el feminismo y la ecología. Carol Gilligan, una de las precursoras del feminismo contemporáneo, sostiene que las bifurcaciones binarias entre capacidades “masculinas” (la razón, la mente y el “Yo”) y “femeninas” (las emociones, el cuerpo y las relaciones) introducen un cisma en la psique, pues separa en el individuo partes constitutivas de sí mismo, socavando con ello capacidades básicas. La ética del cuidado, en tal sentido, no es una ética “femenina” sino una ética propiamente humana[4]. Diríase que es un cierto tipo de calidad humana, que no es privativa del especialista (psicólogos, trabajadores sociales, …), sino que apela a nuestra humanidad común capaz de cuidar a la tierra, al prójimo, a sí mismo. En ambientes donde la experiencia de agobio se halla tan presente, esos gestos humanos, “el consejo desinteresado”, puede salvar una vida del desaliento y la desesperanza, con la sencillez de quien convida a un café. A veces pienso que no estamos suficientemente preparados para cuidar a quienes nos rodean diariamente, ni estamos suficientemente preparados para pedir ayuda cuando necesitamos ser cuidados. Rodeados quizás de cuánto dolor y sufrimiento que se padecen en soledad y silencio, propongámonos aprender y poner en práctica esto que nos hace cabalmente humanos.
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[1] “Estudio: 44% de los universitarios ha estado en tratamiento psicológico”, La Tercera, 29 de abril de 2019.
[2] El texto de la lección del P. Kolvenbach puede encontrarse en https://es.scribd.com/document/6170052/Discurso-Del-Padre-General-Peter-Hans-Kolvenbach-s-j-En-La-Universidad-Alberto-Hurtado-Chile-2006
[3] La entrevista fue publicada en El Mercurio en abril de 2001, y su puede encontrar en http://www.letrasenlinea.cl/?p=509
[4] Carol Gilligan, “La ética del cuidado”, Cuadernos de la Fundación Víctor Grifols i Lucas n° 30, Barcelona. http://www.secpal.com/%5CDocumentos%5CBlog%5Ccuaderno30.pdf
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