Pausa Ignaciana: ¿Solidaridad?

Por Diego García

Incluso para quienes sólo lo conocimos de manera tangencial, la partida del padre Josse van der Rest nos ha impresionado hondamente. Pero es probable que su enseñanza en vida no fuera en vano al constatar que ha sido despedido con más gratitud que tristeza o desgarro. El padre Josse lo tenía todo para ser un prepotente: una cuna de oro, muy alto, un gran vozarrón, extranjero en Chile (como se sabe, en el Chile discriminador del que formamos parte no es lo mismo ser extranjero que inmigrante) y siendo cura podría haberse dejado sacralizar todo lo que quisiera. Sin embargo, conservo de él la imagen de una persona muy bondadosa, divertida y, cuando del pobre se trataba, sentimental.

Hay algunos videos suyos en Youtube donde cuenta su vida en verdad novelesca, tal vez por los acontecimientos que la rodearon, tal vez por lo muy bien que la contaba. Está llena de detalles rocambolescos, desde el surgimiento de su vocación religiosa siendo combatiente en la segunda guerra mundial, hasta su llegada a Chile, su participación en tomas de terreno que dieron origen a poblaciones muy arraigadas en el imaginario del santiaguino, o su decisiva participación en la creación de obras orientadas a la vivienda popular a nivel internacional.

Alguna vez hace muchos años tuve la suerte de escucharlo en una charla que dio a un grupo de personas que queríamos integrarnos al voluntariado del Hogar de Cristo. Y la mezcla era siempre la misma tratándose de él: Un evangelio tan elemental como radical envuelto en un torrente de palabrotas, que al mismo tiempo nos hacía reír con bastante nerviosismo, nos conmovía hasta dejarnos al borde del llanto y nos devolvía intranquilos a la seguridad y confort de nuestras casas pensando por una vez siquiera muy seriamente aquellas cosas que de tan repetidas las hemos vuelto banales: “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?”, “¿Quién se comportó como prójimo del que estaba medio muerto a orillas del camino? (…) Ve y haz tú lo mismo”, “Lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos conmigo lo hicieron”.

A propósito de la discusión sobre el retiro del 10% de los ahorros previsionales, muchas de las discusiones que se han realizado al respecto han dejado de manifiesto ideas muy antagónicas sobre cómo entendemos la sociedad y nuestra pertenencia a ella. Un ex ministro de Estado, en carta a El Mercurio, ha repetido algo que no es nuevo, pero que no se puede leer sin experimentar alguna turbación. A su juicio, ese retiro es una mala idea porque perjudicará el valor presente de las cuotas de los fondos y el monto de las pensiones futuras, lo que obligará al Estado, con cargo a los impuestos pagados por todos, a subsidiar el monto de la pensión de cada cual si esos ahorros, por sí solos, no permiten financiar un cierto mínimo. Por ello insistía el autor de la carta en nuestra responsabilidad por incrementar –y no disminuir- el monto de nuestros ahorros para la vejez, y lo hacía en nombre de la solidaridad que cada uno debiera tener con la sociedad, “para evitar que en su vida pasiva sea una carga para los demás (la sociedad, la familia o los amigos)”.

La discusión sobre este asunto es compleja, hay posiciones legítimas en todo el espectro, y los argumentos merecen ser tomados con respeto y seriedad, sin prejuicios o descalificaciones a priori. En mi caso personal, tengo la impresión vaga de que estábamos decidiendo entre lo malo y lo peor en una circunstancia extraordinaria que requería de algún paliativo asimismo extraordinario. Sin embargo, para poder discutir cooperativamente, al menos hay que ponerse de acuerdo en el uso de las palabras. Me parece que el ministro dice “solidaridad” donde debió decir “autarquía”, y es evidente que no se trata de sinónimos.

He sido educado en la idea que la solidaridad importa una cierta disponibilidad para atender las necesidades de otros en la medida de nuestras posibilidades, incluso “hasta que duela”. Pero si cada cual se esfuerza en no ser carga para los demás, entonces la idea de la solidaridad deja de tener espacio porque no hace falta. En un sentido restringido, el autor de la carta hace bien en recordarnos nuestra responsabilidad para con nosotros mismos de atender a nuestras necesidades poniendo de nuestra parte según nuestras capacidades: hay razón en que se nos diga que no es bueno vivir parasitariamente. Pero esa, que es una gran verdad, al mismo tiempo es una verdad tan solo parcial, que desconectada de otras queda trunca y sirve de sustento a una ideología errónea y muy dañina. Suele decirse que una verdad a medias termina siendo una mentira completa. Por distintas razones, todos nosotros somos siempre una carga para todos los demás, todo el tiempo y en multitud de aspectos, a veces levemente y otras veces pesadamente, y no podemos hacer lo que queremos u obtener lo que requerimos sin el auxilio de otros, ya sean cercanos o lejanos. Y no siempre podemos “pagar” por lo que necesitamos conforme a nuestra dignidad.

El macho proveedor, por ejemplo, podría jactarse que su grupo familiar depende de él y que constituye una “carga” (y de hecho, incluso en ciertas instituciones establecidas en la ley se emplea esa expresión), pero en la generalidad de los casos ese macho proveedor es también una carga en todo cuanto tiene que ver con la organización y buen logro de una vida doméstica decorosa y en paz, desde el aseo, arreglar enchufes y la preparación del alimento hasta las necesidades emocionales de los hijos. Mientras más complejas las sociedades, más dependemos unos de otros. Por eso ya para los griegos la unidad básica que hacía posible una vida autárquica no era la persona sola, ni la familia ni el clan, sino la polis, lo que implica mutualidad en relaciones de complejidad cooperativa creciente.

Pongo mi propio caso como ejemplo (con perdón del lector): Tenía que escribir esta opinión y se “murió” el computador, no funcionaba, así de categórico. Soy irremediablemente inepto en estas materias, y el arreglo no estaba al alcance de mis capacidades. ¿Qué hacer, más encima en cuarentena? Que este texto pudiera ser enviado a tiempo pasó por el hecho que varios “cargaron” con mi problema, dándome datos de técnicos con permiso para moverse por la ciudad, y luego el mismo técnico solucionándolo. Entre todos los que cargaron con mi pequeño drama (que de persistir ya no habría sido pequeño para mí, sino trágico), unos recibieron su recompensa porque hicieron su trabajo que les permite el sustento, y otros no pidieron nada, tal vez porque en nuestra relación mutua hay un espacio muy amplio en que nos tratamos dándonos regalos de todo tipo (como un dato telefónico en este caso, o un link para consultar tutoriales en internet, etc.) sin esperar nada a cambio. Me sentí tan agradecido de la reparación que incluso advierto en mí la disposición a cargar en lo que pudiera ser útil y dentro de mis capacidades con todos quienes me ayudaron, aún pese a haber pagado ya lo justo por un trabajo bien hecho (porque en este caso el pago no cancela la gratitud, no tendría por qué hacerlo).

La solidaridad no implica que seamos amigos íntimos unos de otros, y muchas veces se realiza a resguardo del anonimato de quien sobrelleva la necesidad ajena. Es probable que la solidaridad hacia alguien brote como disposición o hábito del carácter como respuesta agradecida por haber recibido antes y de otros la disposición a cargar conmigo. La lógica de los regalos no supone necesariamente mantener la equivalencia con aquél de quien recibí un regalo, sino más bien un dinamismo para hacer circular el don  para que irradie su poder de hacer bien a cualquier otro a quien pudiéramos beneficiar con él en su necesidad. El samaritano de la parábola desaparece de la narración una vez que deja al malherido que le era desconocido bajo buenos cuidados en una posada. Y lo que pide Jesús no es que busquemos al samaritano para devolverle lo que hizo por nosotros, sino que lo imitemos si alguna vez nos topamos con cualquiera que pudiera estar más o menos apaleado a la orilla de algún camino: “Ve y haz tú lo mismo”.

Solidarizar es precisamente cargar con los otros, hacerles más llevadera la vida en lo que pueda tener de penuria. En una buena sociedad esto no puede faltar, para eso corresponde pagar impuestos, por ejemplo, que pueden ser expresión –por más que desangelada- de la compasión. Y para desasosiego de los autosuficientes, podemos pronosticar sin temor a equivocarnos que ellos son y serán también una carga para algunos o para muchos en todo tipo de aspectos y confío en que puedan aprender a dejarse cargar sin sentirse avergonzados, humillados o menoscabados en su egomanía.

Decía al inicio que el padre Josse era, tratándose de los pobres, una persona sentimental. No podía referirse a ellos sin que se le asomaran las lágrimas, acompañadas o no de alguna chuchada. ¿Consagró su vida a “irresponsabilizar” a los necesitados? No tengo esa impresión, porque abundan los testimonios de cómo gracias a su solidaridad tantos de ellos pudieron desplegar sus capacidades y ser personas de bien que aprendieron a cargar con otros tal como el padre Josse cargó con ellos. Y tiendo a pensar que esa capacidad suya de entregarse a los demás en la forma en que lo hizo, obedece a la gratitud conciente o inconciente por haber sido cargado por tantos cada vez que lo necesitó. Mi conjetura es que esto hizo de él ya no un hombre alto, sino un gran hombre. Dentro de nuestras posibilidades y con la misma alegre disposición suya, ¿será capaz cada cual de decirse “Ve y haz tú lo mismo”?

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