Pausa Ignaciana: Una pausa ante el Pesebre el Día de Reyes

Una pausa ante el Pesebre el Día de Reyes 
María Ester Roblero 

Esta Navidad,  al armar el Pesebre, mi nieto de 3 años me preguntó si los Reyes Magos eran los abuelos de Jesús. “No…, ellos eran unos señores que estudiaban las estrellas y querían conocer a Dios”. ¿Dónde estaban sus abuelos? ¿Por qué no estaban ahí? ¿El viejo pascuero es un rey mago?… Las preguntas de un niño de tres años saben ponernos a prueba. Días más tarde, contemplando el Pesebre, pensé que la pregunta de mi nieto era buena, porque aunque los Reyes Magos no eran los abuelos de Jesús, efectivamente tienen características de abuelos y los que ya lo somos, podemos rezar y abrir nuestro corazón al espíritu meditando sobre el papel que ellos jugaron en la escena de Belén.
En su libro “Jesús de Nazareth” Benedicto XVI escribe que estos sabios de Oriente, que pueden haber sido tres o muchos más, representan a los buscadores de la verdad de todos los tiempos. Y nosotros, los abuelos, más allá de la mitad de la vida inevitablemente nos preguntamos cada vez más a menudo por la verdad, por el sentido de la vida, por las cosas por las que vale la pena vivirla, por la felicidad. Y todo eso, en parte gracias a los niños que vamos viendo nacer que, aunque no son nuestros hijos, son “carne de nuestra carne”. ¡Para ellos queremos lo que vale la pena!
Pero el método de los Reyes Magos nos da una lección: junto al niño Jesús simplemente callan y adoran. Se guardan su aprendizaje, sus currículums y anécdotas, y callan. Como a ellos, Jesús, niño recién nacido nos invita a recogernos, a entrar en el silencio para dejar que hable la grandeza de Dios en nuestro interior. Los Reyes Magos también nos enseñan que para entrar en ese silencio abierto a Dios no solo es necesario cruzar con esfuerzo el desierto y quedar exhaustos, sino algo más difícil aún, que quizás cuesta mucho más hoy día: quedarse callado. Boca cerrada. Dejar de hablar de mi, de lo que fui y soy, hice, aprendí y dejé de hacer. Simplemente, mirar al niño a sus ojos, besar sus pies y que a lo más salga de nuestros labios una canción de cuna.
“Dios toma en serio al hombre” al querer que su hijo nazca pequeño y crezca en una familia, en un clan extendido. Hace años leí eso. Pero recién ahora, de abuela, me doy cuenta que es tan serio crecer física y espiritualmente hasta convertirse en un hombre o mujer adulta, como acompañar en ese crecimiento. El Papa Francisco cuenta que aprendió a rezar con su abuela Rosa. San Alberto Hurtado, que imitó a su madre al decir qué hay que tener las manos juntas para rezar y abiertas para dar… Nosotros, los adultos más grandes de la familia, del clan, tenemos que tomarnos en serio la transmisión de la fe a nuestros nietos. Cuando padres estábamos ansiosos por demasiadas cosas: la alimentación, la digestión, el sueño, el habla, la motricidad fina y gruesa de los hijos… Hoy podemos asumir otro rol. Sin imposiciones, sin violentar la libertad de los padres, a través del ejemplo, con una fe madura pero sencilla a la vez. Con ritos, canciones, oraciones simples, pero por sobre todo a través del ejemplo: dar testimonio de la caridad y esperanza.
Parece que la visita de los Reyes Magos fue corta. No dieron la lata ni pasaron a llevar la intimidad de la Sagrada Familia. Y aunque debieron saber que corrían peligro, que Herodes quería matar a Jesús, tampoco se sintieron los “guardianes” del Niño ni indispensables para cuidarlo. Simplemente se retiraron. Otra gran lección para nosotros los abuelos. No somos los padres, estamos de paso en la vida de los nietos, no los veremos en su madurez. Pero el regalo que les dejamos, ese oro, incienso y mirra, les queda para la vida. Serán las raíces familiares, la identidad, el modo de insertarse en la realidad, algún talento heredado tal vez, pero sin duda que el mayor tesoro es el de la fe. Cruzamos el desierto de vuelta, por otro camino alumbrado por la renovada esperanza, sabiendo que María y José harán lo suyo.

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