Entramos ya en nuestro retiro espiritual anual de preparación para la Pascua. Dado que la fecha de la Pascua depende del año lunar, ocurre entre fines de marzo y fines de abril. En este año se nos ha dado una Cuaresma más bien tardía, cuando ya se han terminado los días de vacaciones y el verano se está despidiendo. Tendremos, por lo tanto, un tiempo más largo para unirnos más vitalmente al Misterio Pascual: Somos invitados a “sentir y gustar” la muerte y resurrección de Jesucristo, que compartimos en los sacramentos de la Iniciación Cristiana (Bautismo, Confirmación y Eucaristía), como lo experimentaban nuestros hermanos de los primeros siglos, que eran bautizados (=“sumergidos”) en agua viva (=un arroyo), para resucitar formando parte del Cuerpo de Cristo.
Para prepararse a esa iniciación, las personas candidatas al Bautismo hacían un ayuno de una semana, el que más tarde –al mismo tiempo que se generalizaba a los ya bautizados–, por la relación con el ayuno de Jesús en el desierto y por los años de peregrinación del pueblo de Israel desde Egipto a la Tierra prometida, se extendió al número simbólico de cuarenta días. Cuaresma, entonces, son los días que preceden a la Semana Santa. Comienzan el Miércoles de Ceniza, con el fuerte llamado a la conversión que hace el profeta Joel (2,12-18). De hecho, ese llamado abre la celebración de este día, porque el rito penitencial se traslada para después de la mesa de la Palabra. Luego, tras responder a ese llamado con el salmo 51 (50), san Pablo nos conmina a dejarnos reconciliar con Dios (2 Co 5,20-6,2). Por su parte, las palabras de Jesús en el evangelio (Mt. 6,1-6.16-18) deberían inquietarnos especialmente, ya que vamos a hacer un gesto que publicita nuestra penitencia… algo que Él precisamente descalifica en el texto que escuchamos. Es decir, recibiremos la ceniza en nuestra frente, después de que Jesús nos ha advertido que nuestra penitencia no debe quedarse en mera apariencia para que los demás la vean. Debemos entrar en la Cuaresma pidiendo la gracia de realmente convertirnos y renovar en nosotros la gracia bautismal que recibimos. El mismo llamado a la autenticidad en la fe es el que seguiremos escuchando en los textos de la Escritura que se nos ofrecen en la mesa de la Palabra en los días siguientes.
En el primer domingo, el relato de las tentaciones de Jesús por el diablo nos pone frente a las opciones de Cristo, que reflejan la opción amorosa de Dios para rescatarnos. Muchas veces nos parecemos al pueblo judío que clamaba“Ojalá abrieras los cielos y bajaras”. Quisiéramos que Dios bajara a resolver todos nuestros problemas y a ordenar todas las cosas con su omnipotencia. Y, por lo mismo, caemos en la tentación de querer imponer el Evangelio por el poder y la fuerza. Contemplar las tentaciones de Jesús debería abrirnos los ojos: en la Cuaresma, no subimos para conquistar la salvación: debemos bajar, siguiendo al que “se despojó de su rango” y “pasó por uno de tantos”. El camino de Jesús es el camino de la cruz; pasa por ella inevitablemente. Dios no nos salva ni por las riquezas, ni por el poder, sino por su misericordia, ese amor gratuito que espera de nosotros un corazón humilde y sencillo, como el de Jesús.
Durante la semana, la mesa de la Palabra nos va invitando a profundizar en el camino de Jesús: Al final de la vida seremos juzgados por el amor (lunes), ese amor de Dios nuestro Padre, que se nos ha revelado en Cristo, su Palabra definitiva (martes). No hay otra palabra o signo que podamos pedir a Dios sino sólo hemos de adherir a la persona de Jesús (miércoles). El amor que el Padre nos ha revelado en Cristo nos permite pedir confiadamente lo que necesitamos, porque ciertamente lo recibiremos (jueves). Nuestra respuesta al amor de Dios deberá ser el amor incondicional a nuestro prójimo (viernes), hasta orar incluso por quienes nos persiguen, imitando así el amor del Padre que está en los cielos (sábado).