Quinta semana de Pascua

La mesa de la Palabra, a esta altura del Tiempo Pascual, nos pone en ambiente de despedida. Desde hace ya tres días, estamos leyendo y escuchando el llamado “Sermón de la Cena”, del Evangelio de san Juan (caps. 13 al 17). Ya el leccionario ferial ha evocado el momento en que Jesús lavó los pies a los discípulos. En este domingo, el Evangelio se inicia con la mención de la salida de Judas, tras la cual Jesús dice: “Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en Él”. A continuación, Jesús anuncia su partida cercana, y deja su testamento a los discípulos: “Un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo les he amado…”
Vale la pena preguntarse cuál es la “novedad” del mandamiento, si ya en el Decálogo se nos llama a amar al prójimo. Pero, el Decálogo comienza por ordenarnos amar y respetar a Dios y su Nombre, porque el Señor es un Dios celoso, misericordioso “…por mil generaciones cuando me aman y guardan mis mandamientos” (Deut. 5, 10). Es decir, el amor de Dios aquí parece respuesta al amor de sus creaturas. En cambio, Jesús llama a los discípulos a amarse como Él “les ha amado”. Algo que nos recordará más adelante la primera carta de san Juan (4,10) y que en el discurso del Cenáculo para subrayarse en la manera como Jesús inicia su despedida: “Hijitos míos…”, un diminutivo que desaparece en la mayoría de las versiones castellanas, aunque se conserva en el texto griego y en su versión latina”.
En los tiempos que vivimos, tal vez le tenemos miedo al cariño excesivo, por los traumas que a todos nos provocan los relatos de abusos de todo tipo en el seno de la Iglesia. Pero es bueno ser conscientes que Jesús nos manifiesta el amor paternal de Dios por todos sus hijos e hijas, un amor cariñoso que nos desafía a amar como Él nos ha amado… hasta dar la vida por nosotros.
El tiempo pascual, entonces, es un tiempo para profundizar en el amor mutuo en el seno de la comunidad discipular de Jesús, comunidad que formamos quienes hemos sido bautizados en Cristo para formar parte de su Cuerpo. Un tiempo como para mirar como ejemplo la comunidad a la que regresan Pablo y Bernabé, para dar cuenta de la misión a la que han sido enviados. Tenemos el desafío, entonces de renovar nuestros lazos eclesiales con nuestra comunidad más cercana. Tal vez así podremos llegar a ser como esa nueva Jerusalén, adornada “como una novia para su novio”, que nos presenta el Apocalipsis. Para conducirnos a ella el mismo Jesús se ha quedado con nosotros, para seguir alimentándonos con su Palabra, y su Cuerpo y Sangre.

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