Deseo compartir algunos recuerdos personales sobre el padre Peter-Hans Kolvenbach, Superior General de los jesuitas entre los años 1983 y 2008. Otros tendrán que hacer estudios más acabados sobre su persona y actividad, su gobierno y su tiempo. Lo mío tiene el carácter de un sencillo testimonio, casi de un desahogo para hacer el luto por un hombre con quien trabajé por ocho años y a quien admiré.
Habíamos estado en la Congregación General (CG) 32, entre diciembre de 1972 y marzo de 1973. Nos saludamos, pero no nos conocimos. En los encendidos debates de ese evento, él no abrió la boca. Preguntado después por qué, dio por única explicación que “estaba aprendiendo”.
Nos reencontramos en la CG 33, que tenía por cometido aceptar la renuncia del P. Arrupe y elegir al sucesor. El mundo estaba cargado de ideologías que hacían saltar chispas. La Compañía vivía tensiones difíciles, internas y con la Santa Sede. Y el P. Arrupe no tuvo un buen entendimiento con Juan Pablo II.
Por eso, cuando se trazó el perfil del futuro Padre General, además de las cualidades que pone san Ignacio, se pedía que fuese una persona de liderazgo no vistoso, de mucho diálogo, capaz de tender puentes y de generar confianzas. Los que venían de la provincia jesuita del Próximo Oriente (Líbano, Siria, Egipto, Palestina, Turquía) habían visto al P. Kolvenbach desempeñarse así en situaciones mucho más duras y complicadas que las del Vaticano. Por eso fue elegido, y en su largo generalato fue fiel a ese perfil.
A los pocos días de ser electo reunió a los nuevos asistentes generales y nos dijo: “Habría que estar mal de la cabeza para querer este trabajo. Pero Dios nos ha puesto aquí, y ahora se trata de que nos guste”.
Era de carácter reservado, pero a la vez podía ser un gran conversador, capaz de mantener a un auditorio interesado por horas escuchando historias propias y de otros. Tenía un fuerte sentido del humor y captaba la parte divertida de las cosas. Podía ser bien irónico, pero sin ofender, como cuando después de unos tres meses de estar en Roma como asistente general, me dijo: “Ahora váyase a Chile para que termine de canonizar a su santito”; se refería al P. Hurtado, del cual yo tenía que terminar la documentación para la beatificación, y de quien él, en ese momento, no sabía nada.
De su mamá, italiana, contaba con gracia que tenía la extraña ocurrencia de construir su casa en Holanda junto a los puentes. Por supuesto, añadía, los alemanes creían que bombardeaban el puente, pero las bombas caían en su casa. Total, pasaron la guerra en el sótano. Su papá era banquero, cosa que le sirvió, decía, para tratar con el ecónomo de la Compañía.
Era muy estudioso, pero se reía de sí mismo, contando que durante la filosofía estudió con tanta pasión que “quedó tieso”, y se demoraron semanas en lograr que se soltase. Las lenguas fueron también parte de sus pasiones. En el colegio comenzó con holandés, alemán, inglés, francés, latín y griego. En el Líbano tuvo que aprender el árabe, pero además el armenio y el ruso. El castellano lo fue aprendiendo de a poco con su secretario, el hermano Luis García; y otro tanto, el portugués. Yo pude ver de cerca cómo al año y medio ya hablaba bastante castellano. Me preguntó mucho por el mapudungun, interesándose por sus estructuras de prefijos y sufijos.
De Roma, lo que más le gustaba no eran los museos, sino caminar por las calles. Le apasionaba ver a la gente en sus mil rostros y actividades. Para él, ¡muy oriental!, era una delicia comprar en un bazar y regatear los precios.
Con su barbita de sacerdote del rito armenio, parecía un monje. Pero no solo por la barba, sino por los modos monacales. Se acostaba alrededor de las 11:00 pm, y se levantaba a las 3:30 am para sus largos rezos, la misa y las lecturas de autores espirituales, de preferencia los antiguos.
A las 6:00 am ya estaba tomando desayuno solo en el comedor, y comenzaba su trabajo. Era muy organizado en el despacho de los papeles. Se gozaba de nunca dejar algo pendiente y de tener su escritorio vacío al final del día. A veces lo escuché venir por el corredor a dejar sus últimos memos en el buzón de cada pieza a las diez de la noche. Después se iba tranquilo a acostar.
Introdujo en la curia generalicia la costumbre del briefing diario, a las 8.00 am. Ahí contaba lo que había hecho el día anterior, daba noticias de la Compañía, hablaba de alguna visita que tenía que hacer a algún cardenal o Congregación del Vaticano, y nosotros hacíamos otro tanto. Salían siempre historias divertidas, aderezadas con su irónica marca Hans-Peter. En el briefing del sábado se despedía con un “¡buen fin de semana!”, como incitándonos a pasear, mientras él no dejaría de trabajar.
Se ha dicho que Peter-Hans comía solo y no con la comunidad en el comedor. Es verdad, pero solamente en parte. Lo que sucedía era que diariamente tenía gente invitada a almorzar para tratar asuntos diversos y él quería darles un trato especial, fino y cortés, cosa para la cual no se prestaba el gran comedor de la curia. Por eso, comía en una sala aparte. Eran almuerzos que llevaban mucho más tiempo y requerían cumplir ciertos ritos: esperar a que llegara la visita, acogerla con algún vaso de vino, contarse novedades generales antes de entrar a los negocios, sobremesa, despedidas. Todo era sencillo y con un cierto toque de distinción, tal cual se decía de la mesa de san Ignacio. El hermano García solía servir a la mesa. Cuando no tenía visitas de fuera, comía con todos en el comedor.
Como hombre estudioso y metódico, al ser elegido Superior General se propuso renovarse en los temas ignacianos, yendo por su orden. Primero se puso a profundizar más los Ejercicios Espirituales, sirviéndose de sus métodos de análisis lingüístico y leyendo buenos autores. Sus estudios los dio a conocer en conferencias del Centro de Espiritualidad Ignaciana, y fueron publicados en varios libros. Después de los Ejercicios trabajó la Fórmula del Instituto y pasajes de las Constituciones. Algunos títulos de publicaciones suyas son: Decir al Indecible, Caminando hacia la Pascua, En la calle del Espíritu Santo, El camino desde La Storta. Todos tratan de temas muy ignacianos. A propósito, recuerdo a Peter-Hans desafiando al P. Carlo Maria Martini (que escribió libros sobre los Ejercicios según Moisés, según san Juan, según san Pablo, etc.), diciéndole: “¿Y no podría escribir un libro sobre los Ejercicios según san Ignacio?”. Los dos se rieron, pero Martini acogió el desafío y lo escribió.
Muy distinto al P. Arrupe, Kolvenbach lo admiraba enormemente. En los ocho años que don Pedro estuvo postrado en la enfermería, lo visitaba como quien visita al Santísimo en la capilla. Aunque capaz de reírse ante situaciones concretas de la vida eclesiástica, cosa que no le era fácil a don Pedro, sentía el amor de Arrupe por la Iglesia y por el Concilio Vaticano II. Empleó toda su habilidad diplomática para sanear las relaciones no solo con el Papa sino con la Santa Sede y sus congregaciones. Se iba a pasar horas conversando con los secretarios y subsecretarios de los dicasterios vaticanos, sabiendo que, en concreto, los asuntos pasan por ellos. Podía ser bien severo y cortante en faltas de sentir con la Iglesia. Pero por mucho que se hablase de las dificultades entre la Santa Sede y la Compañía, en la verdad de los hechos la Santa Sede seguía confiando en la Compañía y le encomendaba misiones nuevas y difíciles en los cinco continentes. Hubo un momento en que quisieron hacerlo cardenal. Era una paradoja un poco para la risa.
El P. Kolvenbach se preocupó mucho de la formación de los jesuitas. Para ser concreto, hizo que se revisara cada una de sus etapas. Esa tarea la confió al P. Simón Decloux, un hombre de bondad y capacidad muy por sobre lo común. Simón, en diálogo con los provinciales y encargados de la formación, acometió durante años este trabajo, plasmándolo en directrices bien iluminadoras y pedagógicas, que hasta hoy nos están ayudando.
El P. Kolvenbach amaba el mundo universitario, el estudio y el rigor intelectual. En el Líbano su vida giró mucho en torno a la Universidad de San José, de Beirut, y trabajó en ella hasta el final de su vida. Las bibliotecas eran su pasión y su deleite. En el verano, con todo el calor de Roma, no salía a ninguna parte porque para él las vacaciones eran trabajar en la biblioteca. Quería que el jesuita scholar, muy competente en su ciencia, siguiese siempre siendo pastor dentro y fuera del campus. Pienso que en eso marcó una línea para la Compañía.
Los asistentes teníamos encuentros personales frecuentes y regulares con el P. General para tratar asuntos de las áreas de las que estábamos encargados. Normalmente él apoyaba y consideraba las sugerencias o pedidos que uno le presentaba. Fue así como aceptó asumir el cargo de Asistente Mundial de la CVX, reforzándose con esto el vínculo entre la CVX y la Compañía, que antes lo desempeñaba un obispo de una diócesis lejana de Canadá y que tenía poco acceso a la Santa Sede y a la Compañía. Me tocó preparar con él congresos mundiales muy variados, tales como jesuitas carismáticos, Apostolado de la Oración, Ecumenismo, asambleas de CVX, parroquias, casas de Ejercicios. Y él siempre estaba disponible para asistir y entregar algún mensaje. Fue un Superior General muy al servicio de la vida multiforme y siempre sorprendente que hay en la Iglesia y en la Compañía.
Para terminar, a Peter-Hans le gustaban las canciones de Domenico Modugno, en especial “Volare”. Dios lo ha llamado “al blu, dipinto di blu”. Es el descanso que le hacía falta después de 25 años de generalato y una vida llena de servicios a los demás.
Publicado originalmente en la Revista Jesuitas Chile (verano 2017). Accede a la edición completa aquí.
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