Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Jesucristo nos dejó este memorial en que nos alimenta con su Cuerpo y Sangre, para que experimentemos siempre en nosotros los frutos de la redención, como dice la oración colecta de este domingo. Este alimento nos incorpora al cuerpo del mismo Cristo, nos hace vivir de su misma vida. El texto de la primera carta a los Corintios, que leemos hoy como segunda lectura, nos hace tomar conciencia de que compartimos esta fe, invariablemente, desde los primeros años del caminar de la Iglesia. El Evangelio de san Juan, redactado con posterioridad, pone en boca de Jesús palabras que prolongan en la Eucaristía el escándalo de la encarnación. Jesús habla de “masticar” su carne y de beber su sangre. Para quien quiera dejar a Dios en el mundo de las realidades espirituales, ya resulta desconcertante que nuestro Dios asuma nuestra carne. Ahora se nos desafía a aceptar una realidad más desconcertante: Nos unimos con Dios en la carne de Jesús, que se ha hecho nuestro alimento. Un grupo de los discípulos, ya en tiempos de Jesús, se negó a aceptar estas palabras (Juan 6, 60-71). No es extraño, entonces, que hoy todavía haya cristianos que les quieran dar un valor meramente simbólico. Pero si, en la Misa, el Espíritu transforma el pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo, y luego por medio de ellos nos hace uno en Él, para ofrecernos en el único sacrificio agradable al Padre, entonces hemos de llegar a ser en la vida diaria víctima viva para alabanza de la gloria del Padre, como dice la Plegaria Eucarística IV: Un sacrificio que se debe verificar en la vida  cotidiana. Como Cristo y en Cristo hemos de ser pan que se parte y se reparte “para que nuestro mundo tenga vida”.
Adorar a Cristo en esta fiesta no puede ser un refugio para apartarse del mundo, ni un cómodo mirador para adherir espiritualmente a los dolores ajenos. Lo adoramos y lo contemplamos para pedir la gracia de la fortaleza y la constancia para compartir su misión y su misterio pascual: llevar en nosotros el morir de Jesús para que los otros también vivan. El pan y el vino, que son fruto del trabajo de tantas y tantos, incorporan a Cristo ese mismo trabajo, que hace al mundo más humano; más digno de los hijos de Dios.
La procesión acompañando a la Eucaristía, la adoración y la bendición recibida de Cristo mismo en la Custodia o en el copón, nos invitan a  prolongar en nosotros el misterio del sacrificio eucarístico: nos proponen ser más “uno en Cristo” y, gracias a eso, podemos aprender a reconocer al cuerpo de Cristo en el hermano y la hermana que sufren, en el hermano y la hermana con quienes juntos aprendemos cada día un poco más a prolongar la presencia del Resucitado, para que nuestro mundo tenga vida.
Nos queda el desafío de que en nuestros encuentros dominicales o diarios aprendamos a conjugar el asombro y el respeto ante el misterio del don de Dios, con la alegre conciencia de una comunidad que celebra lo que cree y lo que vive.
Textos de esta fiesta como la secuencia Glorifica Sión a tu Salvador y otros himnos atribuidos a santo Tomás de Aquino, nos desafían a encontrar la forma de expresar y cantar la fe que recibimos de nuestros mayores, de manera adecuada a nuestra época y a nuestras culturas.

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