Tras los primeros diez días del camino cuaresmal, la tradición de la Iglesia nos hace contemplar algo de la gloria del Resucitado: la Transfiguración del Señor. En el Evangelio de Lucas, se nos presenta como algo ocurrido ocho días después de que Jesús ha anunciado su pasión y ha llamado, a cada uno de los que quieran seguirlo, a tomar la propia cruz y compartir su muerte.
Pedro, Juan y Santiago, han sido invitados a la montaña, para orar, pero tienen mucho sueño. En ese estado crepuscular, ven brillar el rostro y las vestiduras de Jesús. Al mismo tiempo, ven a Moisés y a Elías conversando con Él, sobre lo que sobrevendría en Jerusalén. Pedro expresa, entonces, la tentación de quedarse en ese momento glorioso, que termina con los discípulos llenos de temor bajo la oscuridad de la nube, donde escuchan la voz del Padre, que ordena escuchar a Jesús, su Hijo, el Elegido.
Durante el año pasado, hemos vivido tal vez un momento tenebroso, como Iglesia, que nos ha afectado y sigue afectándonos a todos. No falta quien rechaza seguir creyendo en la institución eclesial, por la corrupción y los pecados que hay en ella. Por eso, tenemos que ayudarnos de la Ley y los Profetas (la Palabra de Dios que nos ha sido dirigida) para que nos ayuden a escuchar a Jesucristo que sigue junto a nosotros, no en las glorias institucionales, sino en cada hermana o hermano que comparte la pasión del Crucificado. No son las fórmulas y prácticas rituales las que nos darán una vida nueva, sino el amor y la gracia del Señor. Por eso, nos preparamos a contemplar la Transfiguración viendo cómo Dios hace alianza con Abraham, por pura iniciativa suya: En el rito, sólo Dios pasa entre los animales partidos, no Abraham (en los pueblos antiguos, los dos contratantes pasaban entre las víctimas comprometiéndose a compartir la suerte de ellas, si no cumplían el pacto). De manera semejante, Jesús pasa por la cruz, como víctima por nuestros pecados. A Él debemos, entonces, escuchar y anunciar: poner la confianza en prácticas milagrosas o en poderes mundanos es actuar como enemigos de la cruz de Cristo, como enseña Pablo a los Filipenses.
En la semana, la liturgia nos invita a celebrar el martes a san José, el silencioso padre ‘nutricio’ de Jesús, Patrono de la Iglesia. Entretanto, la mesa de la Palabra sigue preparándonos para la Pascua: Ante el designio amoroso de Dios, nuestra respuesta ha sido negativa, pero él escucha nuestra oración arrepentida y, en Jesús, nos llama a ser misericordiosos como Él (lunes). Para ser auténticos discípulos del que se hizo servidor de todos, no confundamos el servicio del Reino con los puestos de privilegio (miércoles). Escuchemos al Hijo amado del Padre, que clama a nosotros en la persona de los marginados y olvidados de nuestro mundo: en ello nos jugamos la salvación (jueves). Y (el viernes) no pensemos que los arrendatarios de la parábola fueron sólo los escribas y sacerdotes del tiempo de Jesús… podemos ser nosotros, si creemos que la salvación depende de algunas prácticas rituales, al margen de la justicia y el cuidado por los otros. El Hijo ha venido a mostrarnos que somos hijos, y a llamarnos a volver a la casa paterna a la fiesta que el Padre nos prepara (sábado).