Semana de Pascua

“¡Cristo resucitó!”, es la aclamación con que en este tiempo se saludan nuestros hermanos cristianos de Oriente. Y se responde: “¡En verdad resucitó!” Un saludo que en este año podemos darnos sin miedo a equivocarnos porque, en esta ocasión, nuestros calendarios coinciden. Algo que no sucede todos los años, porque las iglesias orientales conservan el calendario juliano. Es un pequeño detalle entre las cosas que nos separan. Y tomar conciencia de este hecho nos ayuda a rezar para que se realice el deseo de Jesús acerca de sus discípulos: “Que todos sean uno (…) para que el mundo crea” (Juan 17,21). Y, en este año del V centenario de la Reforma, somos más conscientes de que la unidad de los cristianos es un elemento esencial de nuestra fe.
¡Qué bueno sería si quienes seguimos a Jesús pudiéramos, en estos días, saludarnos con el anuncio del Resucitado, sin sentirnos bichos raros! Porque estamos celebrando un domingo de 50 días, que se llama Tiempo Pascual. Especialmente en la primera semana (lo que en liturgia se llama “la octava”), cuando los textos litúrgicos nos recuerdan todos los días que “en este día, Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado”. El Viernes Santo, san Juan, en su relato de la Pasión, ubica la muerte del Señor en el día y a la hora en la que se hacía el sacrificio del cordero, que recordaba el paso liberador del Señor en favor de su pueblo en Egipto.  Jesucristo es el Cordero cuya sangre marca las puertas de los fieles, para que sean liberados del pecado y de la muerte, como fueron liberados los israelitas de la esclavitud.
En esta semana, la liturgia se centra en la buena noticia del triunfo de Jesús sobre la muerte. Día a día contemplamos ese primer día en que las mujeres recibieron el encargo de anunciar a los discípulos la resurrección del Señor. En los textos de los evangelios, nos encontraremos con Jesús junto al sepulcro, o en el cenáculo, y en Emaús, para volver al cenáculo, hasta ir al lago de Tiberíades. Mientras tanto, la primera lectura nos hará contemplar los inicios de la predicación del Evangelio en Jerusalén.  No se trata de re-crear históricamente los primeros tiempos de la Iglesia, pero sí de empaparnos de la Buena Noticia de Jesús con la frescura de los primeros tiempos, para que nuestra conversión cuaresmal se afirme y nos atrevamos a anunciar la permanente novedad del Evangelio. El grano de trigo que murió ha dado mucho fruto y hemos de continuar llevando su mensaje viviendo como Él y siguiéndolo a Él. Nuestra misión  no es vigilar la moralidad de nuestro mundo: es proclamar la alegría que ha nacido del Espíritu, que ha aleteado ahora sobre  las aguas que nos han dado vida nueva.
En estos días, se omiten las memorias y fiestas de los santos (“donde el sol está no tienen luz las estrellas”, dice un himno de la Liturgia de las Horas) así, el viernes 21, resulta impedida la memoria de san Anselmo (1033-1109), monje, obispo y doctor de la Iglesia, a quien se considera el padre de la escolástica. Y los jesuitas tampoco celebramos el 22 la fiesta de la Virgen María, Madre de la Compañía, aniversario de la profesión de Ignacio y un grupo de los primeros jesuitas en el altar de la Virgen en la basílica de san Pablo (1541).

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