El tiempo que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos (S. Agustín). La Cuaresma nació de la catequesis prebautismal; el tiempo pascual, en continuidad con ella, está marcado por la “catequesis mistagógica”, esto es, la contemplación y profundización en los sacramentos como misteriosa acción de Dios en la comunidad cristiana y en cada uno de sus miembros.
El domingo que inaugura esta semana nos hace escuchar a Jesús preparando a sus discípulos para la separación inminente. El evangelista no nos pone en el clima de temor que nos imaginamos en el día anterior a la Pasión y Muerte del Señor, sino en el ambiente posterior a la Resurrección: Quien habla en la Mesa de la Cena es el Resucitado, que reconforta a los que ha llamado sus amigos: “Les dejo la paz, les doy mi paz (…) No se inquieten ni teman…” En el ambiente litúrgico en que estamos nosotros, estas palabras nos preparan a contemplar el “misterio” de la Ascensión y nos abren a la espera de la efusión del Espíritu que nos enseñará y recordará todo; el Espíritu que confirmará la promesa de Jesús: Dios habitará en quien ame a Jesús y sea fiel a su palabra.
Los textos previos de la mesa de la Palabra en este domingo nos hacen contemplar cómo el Espíritu habita en la comunidad, iluminándola en los momentos de crisis y haciendo que comience a transformarse en esa Ciudad santa, Jerusalén, que desciende del cielo y viene de Dios. Una crisis que podía desembocar en una división, por la acción del Espíritu y el amor fraterno se constituye en la revelación de que la antigua “viña del Señor del Universo” (cf. Is 5,1-7) era el anuncio y preparación de la “verdadera vid” (Jn. 15,1) en la que fuimos injertados por el Bautismo. Así como la crisis sobre la observancia de la Ley antigua se resolvió por la acción del Espíritu en el “sínodo” de Jerusalén, podemos confiar en que el mismo Espíritu hará que nuestra vida eclesial se renueve… aunque ello signifique vivir aún un tiempo de Cruz y pasión. Que el Señor nos conceda, entonces, ser fieles a las palabras de Jesús.
Durante la semana, el libro de los Hechos y el Evangelio de san Juan refuerzan tanto el ambiente de despedida, como de esperanza y acogida del Espíritu. Vemos el nacimiento de la comunidad de Filipos, en medio de contradicciones: acogida generosa en casa de Lidia, azotes, cárcel y conversión del carcelero y su familia… Pablo llega a la patria de Sócrates, Platón y Aristóteles para anunciar al Dios desconocido… y la locura de la cruz y resurrección. Mientras tanto, la Iglesia crece con la labor evangelizadora de Priscila, Áquila y Apolo… el Espíritu sopla donde quiere y en quien quiere. En el Evangelio, Jesús en su despedida abre su corazón a los discípulos… a sus amigos, y los exhorta a amarse, confiando en la acción de ese Espíritu de amor, que nos conduce a la verdad plena.
En el santoral se destaca la fiesta de la Visitación de la Virgen María, el viernes 31 que, mientras cierra el Mes de María en los países que lo celebran en mayo, nos anuncia el nacimiento del Bautista, que celebraremos dentro de unas semanas. El sábado 1 recordamos a san Justino (+165), laico, que padeció el martirio tras presentar escritos que, al mismo tiempo que defienden la fe cristiana, nos han dejado un valioso testimonio de la vida de la Iglesia en el siglo II.