Invariablemente, el tiempo de Adviento incluye cuatro domingos antes de Navidad. El primero es el domingo más cercano al 30 de noviembre, y el último es el que precede al 25 de diciembre. Cronológicamente, eso hace que haya años como este, en que el Adviento se reduce a tres semanas, y termina en el primer día de la cuarta. Siempre, en todo caso, la tercera semana se caracteriza por inaugurarse con un llamado a la alegría, tomado de la carta de san Pablo a los Filipenses: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a decirlo: alégrense…el Señor está cerca”.
Claro que “alegrarse” no es lo mismo que ‘divertirse’. Alegría deriva de una palabra latina que sugiere una fuerza interior que impulsa hacia adelante y arriba, mientras que “divertirse” sugiere volcarse hacia afuera, desperdiciarse sin ninguna dirección. En estos días finales del Adviento, como las limaduras de hierro se aceleran al acercarse el imán, escuchamos la invitación a acelerarnos al encuentro del Señor. A ello nos prepara el tercer Isaías anunciando a sus contemporáneos el fin del cautiverio, con las palabras cuyo cumplimiento Jesús proclamará en la sinagoga de Nazaret. En lugar del salmo responsorial, cantamos con María las maravillas que el Señor obra entre nosotros. En el Evangelio, se nos presenta Juan el testigo de la luz o, como dirá más tarde, el amigo del Novio, que se alegra por escuchar la voz de éste (cf. Jn 3,29). El testigo anuncia que tras él viene el que dará el Espíritu. Ese Espíritu que ya nos ha sido dado, y que no debemos dejar extinguir, como dice san Pablo a los Tesalonicenses. Ese Espíritu es la fuente de nuestra alegría, el que nos ayudará a conservarnos irreprochables hasta la venida del Señor.
Desde el día 17, estamos invitados –ahora sí- a mirar hacia Belén. Este año, el domingo no nos permite escuchar la genealogía de Jesús en Mateo, pero, ya el lunes contemplamos el anuncio a José de la concepción de Jesús. Desde el martes, nos sumergimos en el evangelio de san Lucas, contemplando la historia de la concepción del Bautista, y la Anunciación de Jesús, para acompañar a María a casa de Isabel y experimentar parte de la alegría que ellas comparten. Tras el nacimiento y circuncisión del Bautista, el domingo podemos hacer una repetición ignaciana de la Anunciación, preparación inmediata de la Solemnidad de la Natividad, que comenzamos a celebrar con una vigilia, en la que el primer capítulo del evangelio de san Mateo nos muestra la entrada de Jesús a nuestro mundo y a nuestra historia. Un mundo y una historia con nuestros pecados y dolores y con las gracias y alegrías que nos concede el Señor
Alegrémonos, entonces, pidiendo al Señor que su Paz y su Justicia iluminen nuestra convivencia social y nos impulsen a conocer internamente a Jesús que viene, para que más lo amemos y lo sigamos.
En la semana del 17 al 24, se omiten las memorias de los santos, para que nos centremos en la contemplación de Jesús.