No olvidemos que la Cuaresma nació como un retiro espiritual de preparación a la celebración pascual. Principalmente, para ayudar a los catecúmenos a vivir su propia Pascua: su paso por la muerte hacia la Vida. Cada candidato o candidata a integrarse al Cuerpo de Cristo, debía pasar por una experiencia de muerte: la de inmersión total bajo el agua, tras la cual el neófito (= “recién nacido”) era vestido con una túnica blanca, símbolo de la vida nueva que había recibido. Por eso, en los últimos tres domingos de la Cuaresma pueden proclamarse textos clásicos del evangelio de san Juan: El diálogo con la Samaritana (Jn. 3), la curación del ciego de nacimiento (Jn.9) y la resurrección de Lázaro (Jn. 11), textos que acompañaban a los “escrutinios” (=exámenes de los candidatos al bautismo). Quien iba a recibir la in-corporación a Cristo, reconocía que debía adorar a Dios ‘en espíritu y en verdad’, podía ver la realidad con una mirada nueva y se disponía a resucitar en Cristo, tras morir a la antigua vida de pecado.
En este domingo, podemos evocar algo del diálogo de Jesús con la samaritana, al contemplar a Jesús purificando el Templo. La autenticidad de la adoración no depende del lugar en que se haga, sino de hacerla ‘en espíritu y en verdad’. Jesús se indigna viendo al Templo convertido en una casa de comercio. Y no sólo lo purifica, sino que lo reemplaza por el templo de su Cuerpo. Un templo de donde nadie puede sentirse excluido; más aún, un templo que abarca al mundo entero: la casa del Padre, que cobija a todos sus hijos e hijas. A esta purificación nos han preparado el texto del Éxodo que rechaza la idolatría y la palabra de Pablo que nos recuerda que ‘la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana’.
Ampliando la invitación a recordar la universalidad de la salvación, el lunes, la mesa de la Palabra nos muestra que Jesús no vino a salvar sólo a Nazaret, sino a todos, como lo anunciaban ya el ejemplo de Elías y la viuda fenicia, y el de Eliseo y ‘Naamán, el sirio’. Y, en la semana, el desafío propuesto por Jesús, de mirar más allá de las fronteras del pueblo elegido representa sólo una de las aristas del conflicto creciente que lo va aproximando hacia el Calvario. También la invitación a la misericordia y al perdón constituye un llamado a convertirse: el amor supera a la ley del talión. Pero eso no significa que la Torah sea derogada, sino que el amor es la plenitud de la misma. La misma ley es el regalo liberador de Dios a su pueblo. Por eso, Jesús ha venido a darle su pleno cumplimiento. Bajo su luz sabremos reconocer nuestra realidad de pecadores perdonados, y podremos abrirnos –como el publicano de la parábola – al don de Dios que nos justifica.
En el santoral de esta semana, se puede conmemorar, el miércoles 7, a santas Perpetua y Felícitas y sus compañeros, cristianos recién bautizados, muertos en Cartago el año 203, por el delito de convertirse. Además de recordar el Día Internacional de la Mujer, el 8 se puede conmemorar a san Juan de Dios (+1550), fundador de una orden religiosa dedicada al cuidado de los enfermos. Y el 9 puede recordarse a santa Francisca Romana (+1440), mujer de vida ejemplar en su matrimonio y viudez, laica oblata benedictina.