Estamos llegando al centro de la Cuaresma, tiempo que, como sabemos se instituyó no sólo para conmemorar la Muerte y Resurrección del Señor, sino para preparación de quienes iban a compartir la Pascua del Señor, muriendo a la vida de pecado en las aguas del Bautismo y resucitando como nuevas creaturas. Por eso, en las comunidades donde hay adultos preparándose para el Bautismo, se deberían celebrar los exámenes de los candidatos, entre los domingos tercero y quinto de la Cuaresma con la proclamación, en la mesa de la Palabra, de las lecturas del ciclo A[1]. En los días de semana, los textos evangélicos están orientados a que los ‘elegidos’ vayan tomando conciencia del cambio de vida al que están llamados.
En el ciclo C, que nos corresponde este año, este domingo escuchamos a Jesús en el evangelio de san Lucas, enfrentando lo que podría ser una trampa para que fuera perseguido por Pilato (si condenaba el asesinato de unos galileos), o se desprestigiara ante los más nacionalistas (si no lo hacía). Pero Él no se queda en la coyuntura temporal, sino que se ubica en un plano superior: el de la causa de las desgracias. Y rechaza la respuesta fácil de “¡Castigo de Dios!”, que suele llegar hasta nuestros días. Hace mirar…, nos hace reconocer la necesidad constante de conversión; la necesidad de estar preparados ante la precariedad de nuestra existencia. Es lo que encontramos también en san Pablo, en la carta a los Corintios que escuchamos también este domingo: No hay que sentirse seguros, sino cuidarse de no caer. Lo que no significa vivir aterrados, sino conscientes de que el Señor está siempre trabajando en favor de su Pueblo y de sus fieles, como nos lo señala el mismo Nombre de Dios que es revelado por medio de Moisés, y que estamos invitados a bendecir con el salmo (102 [103])que meditamos entre las lecturas.
Tras el domingo, este año la semana continúa con la solemnidad de la Anunciación del Señor, que nos hace mirar el comienzo del camino… de la Cruz: El Hijo amado viene a tomar nuestra carne para hacer la voluntad del Padre. A ofrecerse como el único sacrificio que nos santifica.
Retomamos el camino cuaresmal el martes, cuando nuevamente escuchamos a Jesús que nos llama a reconciliarnos y perdonarnos mutuamente como el Padre nos perdona. El miércoles se nos presenta a la ley de Dios como fruto de la cercanía y del amor paternal de Dios. El jueves nos ayuda a mirar el bautismo como el momento de tomar partido por Jesús, a quien escuchamos enfrentando ya el conflicto que lo llevará a la cruz. El viernes y el sábado nos muestran en qué consiste adorar al Padre en espíritu y verdad: “Amar a Dios y al prójimo vale más que todos los sacrificios” (viernes) y reconocer el propio pecado y confiarse en el Señor es lo que realmente justifica (sábado).
Agradezcamos la paciencia de Dios, que no se deja vencer por el tiempo en que no damos frutos, y aceptemos el trabajo del Viñador, que remueve la tierra estéril a nuestro alrededor.
[1] Tienen como centro los capítulos 4, 9 y 11 del evangelio de san Juan (Diálogo con la Samaritana, curación del ciego de nacimiento y resurrección de Lázaro, respectivamente).