Estamos ya en la penúltima semana del año litúrgico; un año que quizás queremos borrar de nuestra memoria como Iglesia. Porque hemos vivido tormentas espirituales más violentas que las meteorológicas. En este contexto escuchamos la profecía de Daniel: Se alzará Miguel, el gran Príncipe (…) será un tiempo de tribulación, como no lo hubo jamás… Pero, continúa: En aquel tiempo será liberado tu pueblo. Sobre todo estas últimas palabras nos disponen a escuchar a Jesús en el último párrafo del evangelio de san Marcos que se nos ofrece en este año. Jesús nos invita a estar preparados para la Parusía; esto es, su venida definitiva lleno de poder y de gloria. Debemos, entonces, dejar atrás el miedo y trabajar sinceramente para que el Señor nos encuentre preparados. Renovar nuestra vida eclesial por los caminos a los que Jesús no se ha cansado de llamarnos. Medellín, Puebla, Aparecida, han sido momentos en que hemos oído al Señor, pero nos ha faltado constancia y sobrado el temor a la novedad de una Iglesia más “laical”. Porque laico es el miembro del laós, palabra que significa “pueblo”. Y todos, en cuanto miembros de la Iglesia somos primeramente “laicos”: miembros de un Pueblo que es Cuerpo de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey hasta la vida eterna, como se nos dijo en nuestro Bautismo. No tenemos que olvidar este año, sino reconocerlo como el momento en que hemos sido llamados por el Señor a una auténtica renovación de la Iglesia en Chile como Pueblo Sacerdotal, pueblo enviado a santificar la vida de los demás, contagiándoles la alegría del Evangelio.
La carta a los Hebreos nos hace tomar conciencia de que nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, nos ha abierto para siempre el acceso al Santuario definitivo: sus enemigos, el pecado y la muerte, han sido derrotados, y nosotros participamos de esa victoria. Cada día, la liturgia eucarística nos recuerda que esto no es algo que ocurrirá más adelante. Es algo que ya ha ocurrido y que celebramos en cada Misa. Al Cordero degollado, centro de la liturgia celestial en el Apocalipsis, lo aclamamos cada vez que partimos el Pan de su cuerpo y nos alimentamos de Él, para resultar unidos en Él. Nuestra pobre mesa del altar es ya comienzo de la Mesa celestial, a la que estamos invitados.
Durante la semana, nos reanima el mensaje del “Apocalipsis” (= “Revelación”) que prácticamente se abre con la frase: “Feliz el que lee y felices los que escuchan las palabras de esta profecía”. Nos llama a proclamar la victoria y la bienaventuranza final, de la que participaremos si nos convertimos de nuestra tibieza y nos renovamos en el amor primero. Estamos invitados a abrir la puerta al Señor que viene a nuestra casa, y que, si no le abrimos, entrará finalmente como un ladrón. Entre tanto, el evangelio de san Lucas nos llama a la conversión: a dejar que el Señor nos abra los ojos para ver como Él, a acoger a Cristo en nuestra casa, a hacer productivos los dones que se nos han encargado, a estar preparados para el último día.
En el santoral, el miércoles 21 se celebra la memoria de la Presentación de la Virgen María en el Templo, título inspirado en un relato apócrifo, que celebra a María como consagrada enteramente a Dios. El jueves 22, se recuerda a santa Cecilia (+177?), doncella y mártir, santa muy popular, patrona de los músicos. El viernes 23, el calendario universal propone la memoria del papa y mártir Clemente I de fines del siglo I o comienzos del II. Ese mismo día se puede celebrar también la memoria del monje san Columbano, evangelizador de Europa (+615), mientras los jesuitas podemos recordar al Bto. Miguel Agustín Pro, mártir en la revolución mexicana (+1927). El sábado 24 la Iglesia recuerda al Pbro. Andrés Dung-Lac con cerca de ciento treinta mil mártires vietnamitas, ejecutados entre los años 1625 y 1886. Es la ocasión de orar por nuestros hermanos y hermanas cristianos (católicos y de otras iglesias), que actualmente sufren allí mismo por su fe. Y ya este domingo 18 está dedicado por nuestros obispos a orar Por la Iglesia perseguida.