En este domingo llegamos a la parte decisiva del que llamamos ‘discurso del Pan de Vida’. El texto que leímos y escuchamos el domingo pasado se cerraba con la frase: “el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”, frase que provoca la extrañeza de los oyentes de Jesús. Un grado mayor de conflicto que el que escuchábamos el domingo pasado, cuando los oyentes “murmuraban” a propósito de que había declarado ser “el pan bajado del cielo”. La nueva declaración de Jesús desemboca en una discusión. Pero Jesús no retrocede: insiste en que hay que comer su carne y beber su sangre, para tener vida. Y se tiene vida por la unión con Él, que en sí mismo nos une con la Vida recibida del Padre.
Escuchar estas palabras en nuestro contexto de preparación al Congreso Eucarístico, nos desafía a preguntarnos qué consecuencia tiene en nuestra vida el hecho de que en la Mesa de la Eucaristía vamos realmente a comer la carne y beber la sangre de Jesús: Nos unimos materialmente a Él, no de una manera meramente simbólica. Es su vida la que circula por nuestros cuerpos porque somos asimilados, transformados en un solo Cuerpo, el de Cristo, que hemos ofrecido al Padre en la Plegaria eucarística. Es el punto culminante de la función sacerdotal del Pueblo de Dios: Convertidos -como dice la cuarta plegaria eucarística- en “víctima viva para alabanza de Su gloria”, nuestra vida y nuestro trabajo “se hacen Cristo”, para glorificar en Él al Padre que por amor nos ha creado y nos ha llamado a colaborar en su obra. Éste es precisamente el punto donde se origina y se hace plena nuestra vida cristiana. Para eso, el Señor nos alimenta con su sabiduría, de la que nos habla la primera lectura de este domingo. Y animados por su Espíritu, podremos vivir como el Padre Hurtado: La Misa será nuestra vida, y nuestra vida una Misa prolongada: el chuzo y la pala, las ollas y los cucharones y, ¿por qué no?, el teléfono y el computador… se hacen así ‘vasos sagrados’ de esa celebración permanente.
Durante la semana, los textos del evangelio de san Mateo nos mostrarán las consecuencias radicales de esa vida en Cristo que se nutre de la mesa eucarística: ¿en qué o en quién ponemos nuestra confianza?, ¿seguimos a Jesús o competimos con los demás?, ¿cómo y para qué participamos de esta mesa? Por su parte, la lectura del Profeta Ezequiel, al mostrarnos la suerte del Pueblo de Dios exiliado en Babilonia, nos llama a la conversión constante, para que dejemos que el amor del Señor nos cambie el corazón, y nuestra vida sea realmente glorificación del nombre de Dios.
En el santoral, el domingo 19 resulta impedida la celebración de san Juan Eudes (+1680), uno de los precursores de la devoción al corazón de Cristo y fundador de una congregación preocupada especialmente de la formación y santificación de los presbíteros. El lunes está marcado por la polifacética figura de san Bernardo (1090-1153), monje contemplativo, pero muy presente en la vida política y militar de su tiempo. El martes 21 recordamos a san Pío X (1835 -1914), eminente pastor y no muy buen político. El miércoles 22, la memoria de la Virgen María Reina prolonga la fiesta de la Asunción. El viernes 24, el ciclo ferial se interrumpe con la fiesta del apóstol san Bartolomé. Por último, el sábado podemos recordar al último cruzado, san Luis, rey de Francia (+1270) o a san José de Calasanz (+1648), educador que fundó e inspiró a los religiosos Escolapios y Escolapias.