Vigésima séptima semana del tiempo durante el año

En este tiempo, seguimos acompañando a Jesús, guiados por san Marcos. El evangelista no está preocupado del orden cronológico ni temático: sólo nos hace contemplar a Jesús formando a sus discípulos. La semana pasada nos enseñaba “quien no está contra nosotros, está con nosotros”. Ahora, desafiado por los fariseos, invita a mirar el designio amoroso de Dios desde el comienzo de la historia: “Desde el principio (…) Dios los hizo varón y mujer (…) de manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Una mirada que va más allá del caso práctico y que llama a superar la dureza de corazón, que ha hecho de la mujer una propiedad del varón. La pregunta de los fariseos es: “¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?”, consulta que tenían respondida en el Deuteronomio (24,1), aunque una escuela rabínica sostenía una doctrina más estricta (sólo permitía el repudio en caso de adulterio), frente a otra escuela más permisiva (lo permitía por cualquier motivo). En todo caso, era siempre el varón el que tenía la posibilidad de repudiar. Jesús invita a considerar el designio inicial de Dios que, crea a la pareja humana como imagen y semejanza suya. Y agrega Jesús que el permiso dado por Moisés se debe a la dureza del corazón humano, por lo que en el encuentro particular con sus discípulos denuncia como adulterio el matrimonio de una persona divorciada.  Algo que puede parecer extremadamente duro, especialmente en nuestra época.

Pero, “que el hombre no separe lo que Dios ha unido” es una frase que, sobre todo,  llama a reconocer la igual dignidad del hombre y la mujer. Una frase que nos invita a ver el matrimonio como signo y realización visible, en la vida de los bautizados, del amor de Cristo-Esposo por la Iglesia-Esposa. Así como Él dio la vida totalmente por nosotros, los cónyuges dan la vida por la persona con la que Dios los ha unido. Así, el matrimonio se nos revela como camino de santidad, camino de configuración con el Cristo crucificado y glorioso que nos presenta la carta a los Hebreos en la segunda lectura de la Mesa de la Palabra. Por lo mismo, el matrimonio no se reduce a una feérica ceremonia que se celebra una vez en la vida, sino que constituye una auténtica vocación, la de dar la vida por la otra persona en la prosaica vida cotidiana. Si hoy se celebran menos matrimonios que hace algunos años, podemos desear que ello sea fruto de que se mira con más realismo la seriedad de este compromiso. Sabemos, sin embargo, que las cosas no son así. Por ello, especialmente en esta Semana de la Familia, todos los cristianos estamos llamados a orar unos por otros, para que vivamos de manera coherente nuestras respectivas vocaciones. Así podremos hacernos un poco más dignos de que Jesús nos llame “hermanos” (Heb. 2,11).

En la semana, la Mesa de la Palabra nos ofrece, al mismo tiempo, la carta de san Pablo a los Gálatas y la continuación del evangelio de san Lucas, tras el regreso de la misión de los setenta y dos. La parábola del buen Samaritano no es una mera enseñanza moral. Es el mismo Jesús quien nos recoge del borde del camino y cura nuestras heridas. Es Él quien nos salva y no la mera observancia de la ley. Reconocerlo a Él es lo único necesario. Esa mejor parte que eligió María, la hermana de Marta. Él nos muestra a Dios como Padre, y nos impulsa a confiar en ese amor paterno, que no niega su Espíritu a quienes se lo pidan. Fue lo que descubrió Pablo, y lo que constituye el núcleo del Evangelio. Y, aunque existe el peligro de que nos volvamos atrás, y nuestro estado sea peor que el anterior, Jesús nos insiste en que seremos su familia, si escuchamos la Palabra de Dios y la practicamos.

En el santoral, se destaca, el jueves 11, la memoria del Papa San Juan XXIII, ubicada en el aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II.

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