Informamos con profunda tristeza, que hoy martes 13 de septiembre, falleció Víctor Risopatrón SJ.
El padre Víctor tenía 100 años de edad al momento de su muerte, 77 años en la Compañía y 67 años de sacerdocio.
Encomendemos al querido padre Víctor en nuestras oraciones en agradecimiento por su vida y su entrega en la Compañía de Jesús.
La Misa de despedida se realizará este miércoles 14 de septiembre, a las 15 horas, en la Iglesia de San Ignacio (Dirección: Padre Alonso de Ovalle 1494, Santiago, Región Metropolitana).
P. VÍCTOR RISOPATRÓN 1922 – 2022
El padre Víctor Risopatrón supo desde niño que iba a ser jesuita. Su casa paterna quedaba en la calle Lord Cochrane con la Alameda, a pasos de la casa de la Compañía de Jesús y, para él, la Iglesia San Ignacio era como un segundo hogar. Tanto era así que cuando tenía 5 o 6 años de edad, su tía materna, Inés Matte, lo tuvo que sacar del confesionario del padre López (jesuita español que oficiaba misas en la Iglesia San Ignacio en aquellos años) cuando, como travesura, quiso acercarse más de la cuenta a los padres que tanto le inspiraban.
Fue el hijo único de Víctor Risopatrón y Luisa Matte. Su padre, que era abogado y trabajaba para el Ministerio de Guerra, era un hombre muy creyente que llegó a ser presidente de la Congregación Mariana. Su tía Inés, por su parte, era misionera de la orden seglar de la Inmaculada Concepción. Ambas fueron influencias que acercaron al padre Víctor a la vida religiosa desde sus primeros años. De su tía Inés solía recordar su profunda fe y a ella agradecía especialmente el haberle inculcado la espiritualidad cristiana desde temprana infancia.
Al cumplir la edad necesaria, y como un paso natural, entró a estudiar al colegio San Ignacio. De esa época solía recordar con mucho cariño a los padres españoles Canuda y López, el mismo que oficiaba las misas de su infancia, quienes lo acompañaron espiritualmente durante su etapa escolar. También, y pese a que su influencia se tornó más decisiva en su vida con posterioridad, durante sus años escolares conoció al padre Alberto Hurtado, que llegó a enseñar al colegio San Ignacio en 1936, después de terminar sus estudios en Europa. “Yo me metí en la iglesia chilena a través del padre Hurtado”, aseguraba.
Su compromiso con la justicia lo traía como herencia, según él mismo dijo alguna vez. Su abuelo había sido juez de la Corte Suprema y su padre había trabajado como abogado militar en el ministerio de Guerra. Ese compromiso lo llevó a formarse como abogado en la Pontificia Universidad Católica de Chile, una vez que terminó el colegio.
En el espacio universitario volvió a encontrarse con el padre Hurtado, quien por ese entonces fue nombrado Asesor Arquidiocesano de la Juventud Católica. En el espacio de trabajo con jóvenes católicos, la influencia del santo se incrementó en la vida del padre Risopatrón. “En ese momento yo no me daba cuenta, pero yo lo imitaba. Era tal su influencia, la atracción que ejercía en mí, y creo que en todos nosotros, que yo lo seguía. Aunque no me daba cuenta en ese entonces, yo lo seguía”, recordó durante los últimos años de su vida.
Los jóvenes católicos se reunían en Ejército 3, en la que fue la “Casa de la juventud”, con el fin de planificar acciones que lograran atraer a más personas a compartir su fe. En 1942, ejerció el cargo de presidente de la juventud de Acción Católica. En ese espacio hizo grandes amigos, muchos de los cuales provenían también del Colegio San Ignacio. Algunos que siempre recordó con cariño y con quienes siguió siendo amigo a lo largo de su vida fueron el padre Gonzalo Errázuriz, René Benavides y Hugo Montes.
Aunque, por influencia de su tía, en sus sueños de infancia se veía como misionero, finalmente su vida sacerdotal la realizó principalmente en Chile. No obstante, la vida como religioso le dio la oportunidad de viajar y vivir en varios países. Su primera experiencia en el extranjero fue estudiando Filosofía y Teología en Argentina. No fue una experiencia muy feliz para él, pues coincidió con el gobierno de Juan Domingo Perón que culminó en un fuerte conflicto con la Iglesia Católica. Por esta razón, el padre Risopatrón junto a los otros jesuitas chilenos que estaban estudiando allá, tuvieron que volver a Chile, “arrancando”, enfatizaba.
A su vuelta se encontró nuevamente con el padre Hurtado y, esta vez, trabajaron y compartieron más profundamente. En 1952, mientras estaba haciendo su apostolado en el Colegio San Ignacio, y tras haber ido a visitarlo al Hospital de la Universidad Católica, le informaron que el santo chileno que tanto había influido en su vida había muerto. “No me sentí triste, porque sabía que él había llegado a la gloria, había recibido el premio por ser quien era”, le gustaba recordar.
Para continuar sus estudios, viajó a Colombia, pues en Chile no había Teologado en esa época. De ese país tuvo siempre un dulce recuerdo. Esto, pues se encontró con un grupo ameno que le proporcionó una cariñosa estadía y también porque fue allí donde se ordenó como sacerdote en 1956.
Un año más tarde, viajó a Francia para realizar la etapa final de su formación como jesuita. Allí residió en la comuna de Paray-le-Monial, un importante centro de culto católico, célebre por ser el escenario de la aparición de Cristo a la religiosa Margarita María Alacoque durante el siglo XVII, lo que dio origen a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Un gran recuerdo tenía Víctor Risopatrón de ese período, pues decía que se había encontrado con hombres muy preparados intelectual y filosóficamente. Formadores que sentía que les habían logrado “elevar el espíritu”.
El padre Víctor Risopatrón se asumía como “milico”. Su padre había sido abogado militar en el Ministerio de Guerra y él se sentía parte de esa tradición marcial. “No hay que olvidar que San Ignacio era militar”, solía decir. Por eso, cuando el Obispo Castrense de ese entonces, Monseñor Francisco Gillmore, le ofreció ser capellán de Carabineros de Chile, él aceptó contento.
Carabineros de Chile lo recibió muy bien y con ellos estuvo como capellán desde 1966 hasta 1997. Siempre sintió el acompañamiento a esa institución junto al grupo de capellanes militares de la Vicaría Castrense como una bendición y así lo decía a quién preguntara.
Sus últimos años los pasó en la Residencia San Ignacio, al lado de sus compañeros. Pese a que su sueño de infancia había sido ser misionero, como lo había sido su querida tía Inés, recordaba con emoción el día en que volvió de sus viajes para radicarse para siempre en Chile, primero en el Colegio San Ignacio y finalmente en la Residencia San Ignacio: “Caí como en casa. Yo había nacido Ignaciano. Esta era mi casa”.