El evangelio de san Mateo, que leemos en los domingos de este año, nos anuncia en sus primeras páginas que viene el Emmanuel, Dios-con-nosotros. Y terminará con las palabras de Jesús cumpliendo esa promesa: “Estoy-con-ustedes, todos los días, hasta el fin de la historia”. Esa primera página, que leemos y escuchamos este domingo, nos hace darnos cuenta de que necesitamos sentir (“conocer internamente” nos diría san Ignacio) a ese Dios-con-nosotros. Y podremos darle gracias por las veces en que lo hemos sentido, o hemos podido hacerlo sentir. Porque Él cuenta con nosotros, para “conducir a la obediencia de la fe, para gloria de su Nombre, a todos los pueblos”, como nos recuerda Pablo en el saludo de su carta a los Romanos. Dios está con nosotros, no para que nos aislemos del mundo, sino para que lo comuniquemos a los demás.
La semana es una contemplación pausada, “saboreada”, del misterio de la Encarnación. Creemos ciertamente en un Dios que no es el “dios de los filósofos y los sabios”, sino el Dios apasionado por amor a nosotros, hasta hacerse “uno de tantos”. Él nos invita, entonces, a seguirlo, vaciándonos de nosotros mismos, para ir, como Él, hacia los que hemos dejado al margen del camino, hacia los que están abajo. En el Pueblo de Dios, no se trata de abajar al que está arriba, sino de abajarnos nosotros, considerando a los demás como superiores, como nos dice Pablo en la carta a los Filipenses (2,3). Contemplamos entonces al que ha venido a hacerse hombre “nacido en suma pobreza, y a cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mí;” como nos dice Ignacio en la contemplación del Nacimiento [EE.EE. n. 116].
Paso a paso llegamos a los días 24 y 25. Parece que la Iglesia no supiera qué hacer con tanta riqueza literaria y de sentido, porque, fuera de ofrecernos el 24 la liturgia de la Palabra de ese día, nos propone un formulario especial para la Misa vespertina, invitándonos a celebrar la Misa de Medianoche a la hora precisa. Luego nos propone otra Misa de la Aurora, para terminar con la Misa del Día de Navidad. El origen histórico de estas tres misas está en la liturgia papal del siglo VI: A medianoche, el Papa presidía la misa en Santa María la Mayor, donde se veneran las reliquias del Pesebre (allí celebró su primera misa S. Ignacio [1538]), luego celebraba con la familia del emperador en la iglesia de santa Anastasia, en Roma, y luego volvía a santa María la Mayor para la misa del día. En los textos de los evangelios, percibimos que las dos primeras misas son la contemplación del nacimiento (Lucas 2, 1-14 y 2,15-20, respectivamente) mientras que la tercera (Jn. 1, 1-18) es una reflexión asombrada sobre el Misterio de la Palabra de Dios hecha carne.
Las rúbricas de las misas de Navidad invitan a arrodillarse en el momento cuando en el Credo se menciona la Encarnación. Es un momento para agradecer, con asombro, la locura de Dios que es más sabia que la sabiduría humana.
Entre los días 17 y 24 no se celebra la memoria de ningún santo. Por eso, en el calendario de la Compañía de Jesús, la memoria de san Pedro Canisio, doctor de la Iglesia, recordado el 21 en el calendario universal, se trasladó para el 26 de abril.
Un mensaje de esperanza para 2025, desde la Curia General
Mientras pasamos la página de 2024 y contemplamos los primeros rayos de 2025, que asoman por el horizonte, os deseamos de corazón bendiciones a vosotros y a vuestros seres queridos.