Por Nelson Peña Antil SJ. Artículo publicado en revista Jesuitas Chile n. 51
El año 1521 quedó marcado a fuego en la vida de San Ignacio de Loyola, no solo porque fue herido gravemente en Pamplona por los franceses —quienes a través de un certero cañonazo dañaron sus piernas—, sino especialmente por lo que le ocurrió en su larga y dolorosa convalecencia en su tierra natal, a lo que hemos llamado el inicio de su conversión. Para entender la relevancia de ese proceso espiritual es necesario considerar sucintamente quién era Íñigo, qué experimentó en ese momento de su historia y cómo se gatilló su proceso de cambio de vida.
Íñigo López de Loyola, hijo de Beltrán Yáñez y Marina Sáez de Licona, nació probablemente el año 1491. Sus primeros años los vivió en una casa torre, junto a sus hermanos, fuera del casco urbano de Azpeitia, en el país vasco. Perteneció a una familia católica tradicional de su tiempo, quienes tenían, además, el patronato de la Iglesia de su pueblo. En el año 1506 o 1507, a muy temprana edad y como consecuencia de la muerte de su padre, partió a Arévalo, y posteriormente, por el año 1517, a Nájera. Existen muy pocos datos de su juventud, pero tenemos antecedentes de un problema judicial que tuvo en 1515 por ciertos excesos [Cfr. FD, 235] y por el permiso que pidió para portar un arma porque había sido amenazado de muerte [FD, 259-261]. Ambas situaciones son bastante complejas y ponen en evidencia el tipo de persona en que se había transformado: por una parte, un hombre con ciertos valores caballerescos y nobles, y, por otra, una persona algo tozuda, conflictiva y violenta. Quizás teniendo estos elementos presentes, podemos entender la personalidad arriesgada y agresiva que lo caracterizó, según su relato autobiográfico, en la batalla de Pamplona.
El año 1521, Íñigo junto a un puñado de hombres se enfrentó a las tropas francesas en la defensa del castillo. En pleno combate cayó gravemente herido. Según su mismo relato, “los franceses después de se haber apoderado della, trataron muy bien al herido, tratándolo cortés y amigablemente. Y después de haber estado 12 o 15 días en Pamplona, lo llevaron en una litera a su tierra” [Au 2a]. Ya estando en casa de su familia empeoró tanto que se comenzó a llamar a los médicos y cirujanos para sanarlo. En este proceso se sometió a dos tratamientos en los que su vida corrió peligro y, sin embargo, él los vivió estoicamente [Cfr. Au 3-4]. Lentamente se empezó a sentir mejor y se inició su proceso de recuperación.
Con el pasar de los días Íñigo experimentó el aburrimiento y el agobio, y pidió libros de caballería para su lectura. Al no haber de ese tipo, su cuñada le entregó dos textos que sí estaban accesibles: un Vita Christi y un libro con la vida de los Santos en romance [Cfr. Au 5b]. A medida que leía, fue activando lentamente su mundo interior que lo llevó a replantearse su vida y sus opciones. Es por ello que creemos que “la lectura de los libros piadosos supuso para Ignacio la apertura hacia otros modos de ser y de estar en el mundo. Fueron para él la primera puerta de acceso al Misterio. Creo que fue la anécdota más revolucionaria que le aconteció a lo largo de su vida. Todo lo demás fue un libre asentimiento al proceso interno que a partir de la lectura se fue desplegando. Observar y responder fue su primera responsabilidad” (García De Castro, J., “La Mística de Ignacio: cultura y costumbre”: Manresa 76 (2004), 338). Este proceso resultó determinante en su nuevo modo de estar en el mundo. Ribadeneyra —jesuita de la primera generación— sostenía al respecto que en ese momento “solamente comenzó a gustar, más también á trocársele el corazón, y á querer imitar y obrar lo que leía” [MRib; Vida 23].
A la hora de hablar del inicio de la conversión de Íñigo, tenemos que tener presentes sus vivencias, tanto en Pamplona como en Loyola, pero es necesario dejar claro que el momento determinante de su proceso de conversión se dio con la lectura y meditación de los libros antes mencionados. Porque fue entonces cuando, paulatinamente, empezó a sentir un profundo deseo de cambiar de vida. Todo indica que, en una primera instancia, seguía muy centrado en sí mismo, porque sus motivaciones caballerescas las encauzó a acciones y objetos devotos y píos, como imitar a los santos para superarlos. Con todo, ahí se encuentra un nuevo comienzo en su vida. Con el tiempo, principalmente en Manresa en el año 1522, continuará purificando sus intenciones y entendiendo a cabalidad qué significaba ser un apóstol de Jesucristo. Desde esta última afirmación podemos asegurar que su conversión más profunda no se dio en un solo momento, sino a lo largo de toda su vida. Pero Íñigo reconoce la importancia de este tiempo, porque comenzó a dejar de “ser un hombre dado a las vanidades del mundo con un grande y vano deseo de ganar honra” [Cfr. Au 1] para convertirse, lentamente, en un peregrino de la voluntad de Dios.
En 2021 conmemoraremos, como Compañía de Jesús y familia ignaciana, los 500 años del inicio de la conversión de San Ignacio de Loyola. Este puede ser un momento único, personal y comunitario, para mirar nuestra historia de fe y volver al primer amor que inspiró nuestro seguimiento de Jesús. Tiempo que puede ser propicio para continuar purificando nuestras intenciones más profundas para que solo Dios sea nuestra esperanza. A la hora de concluir esta breve narración —sobre todo en este contexto jubilar que se inicia prontamente— quisiera pedir la gracia de renovar nuestro seguimiento a Nuestro Rey Eternal en mayor pobreza que riqueza; oprobio que honor mundano; humildad contra la soberbia [Cfr. Ej 146]… y todo esto para la mayor gloria de Dios y ayuda de las almas.
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