Con el padre Arrupe en nuestros corazones

El proceso de beatificación del Padre Pedro Arrupe se inició formalmente el 5 de febrero de 2019, y desde la Curia General se nos ha invitado a dar a conocer localmente la figura del P. Pedro Arrupe acompañando el crecimiento de su devoción.
El P. Arturo Sosa SJ, padre general, en una carta a todos los jesuitas del mundo reconoció su “gran contribución a la Compañía y a la espiritualidad ignaciana al ayudar a redescubrir los Ejercicios espirituales, otros textos esenciales de San Ignacio y el método del discernimiento personal y en común”.
Es por eso que, al conmemorar los 30 años de su fallecimiento, repasamos parte de su historia y legado, a través de un artículo publicado en nuestra Revista Jesuitas n.50
Una guía para mi encierro, por Andrea Robles Iturriaga
El padre Pedro Arrupe escribió: “Tenía ocho años. El sol de agosto brillaba intensamente en las calles de Bilbao. Nuestra casa, herméticamente cerrada, presentaba un aspecto ¡tan triste!” (Lamet, Pedro Miguel SJ, Arrupe, una explosión en la Iglesia, p. 33 s). Esa fue la primera crisis que le tocó vivir a Pedro, la muerte de su madre.
Diez años después, la de su padre, en 1926: “Un día triste, que siempre voy a recordar con el más profundo dolor. Fueron momentos de sollozante angustia, solamente mitigada por la dulce caricia de la fe” (op. cit. p. 13).
Ya en la Compañía de Jesús, comenzó el largo camino al destino que anhelaba: Japón. Antes, pasó por Bélgica, Alemania, Holanda y Estados Unidos. Lugares donde se capacitó en idiomas y culturas. Se sintió como viviendo en una “distancia social” en cada país al que llegaba.
En 1938, el P. Arrupe desembarcó en Japón. El jesuita Quirino Weber cuenta en Pedro Arrupe. Un jesuita universal: “Fueron seis meses de ‘noche oscura’, sumergido únicamente en el estudio del idioma, de la escritura y de la cultura del pueblo japonés”. Un año y medio después, fue enviado a Yamaguchi, para ejercer la labor de párroco.
Comenzada la Guerra Mundial, el 8 de diciembre de 1941, policías japoneses llegaron a la parroquia y lo detuvieron, acusándolo de espionaje. Fue un mes en confinamiento forzado, solo, en un cuarto pequeño. Sin embargo, al recordar ese momento años más tarde, contaba: “Cuántas cosas aprendí durante este periodo: la sabiduría del silencio, el diálogo interior con el huésped de mi alma. Creo que fue el periodo más aleccionador de mi vida”. Aquella soledad con Cristo se había constituido, para él, en una especie de profunda experiencia mística. “No había nada en mi celda. Yo a solas con Cristo” (Lamet p. 157 s).
En 1965, fue elegido 28º Superior General de la Compañí a de Jesús. Fueron años de dulce, unas veces, y de agraz, otras. Quienes lo conocieron coinciden en que nunca perdió la amabilidad. Ni en los momentos más duros.
La noche del 6 de agosto de 1981 sufrió una trombosis cerebral. Su lado derecho estaba paralizado, y le afectó el habla. Comenzaban para él diez años de silencio y de absoluta inmovilidad. Quedó en una “cuarentena” interior y forzada. Confidencialmente, alguna vez dijo: “A veces los momentos de íntima unión con la Trinidad se alternaban con momentos de oscuridad interior y vacío”.
En 1983 se reunió la 33ª Congregación General para aceptar la renuncia de Pedro Arrupe y elegir al nuevo Superior General de la Compañí a. En esa oportunidad se leyó un mensaje que con mucho esfuerzo el padre había dictado. La comunicación incluía estas palabras, que les propongo a modo personal, como respuesta a nuestra pregunta original: “Me siento, más que nunca, en las manos de Dios. Eso es lo que he deseado toda mi vida, desde joven. Y eso es también lo único que sigo queriendo ahora. Pero con una diferencia: hoy toda la iniciativa la tiene el Señor. Les aseguro que saberme y sentirme totalmente en sus manos es una profunda experiencia”.

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