Por Diego García
En esta situación “a medio camino” en que nos hallamos (entre la “Nada misma” y la “cosa ninguna” que dijo el filósofo, o entre Tongoy y Los Vilos que dijo el geógrafo), viendo luces parpadeantes en un horizonte al que nos dirigimos a pasos lentos, hay ya varias experiencias que merecen ser tenidas muy en cuenta una vez que se vayan reinstalando condiciones más parecidas a lo que constituía nuestra antigua normalidad.
Especialmente, para el momento en que se pueda circular más desaprensivamente más allá del límite de nuestros hogares y comunas. Los aprendizajes, ¿perdurarán o se convertirán en anécdotas de una época que preferiríamos no recordar? Por ejemplo, el modo en que en muchas escuelas se ha tratado de hacer frente a las dificultades –particularmente pensando en que no todos han podido embarcarse en una educación online por falta de medios-, deja tantas enseñanzas sobre cómo ir con los medios que se tenga en auxilio de quiénes lo requieren bajo el imperativo de que nadie quede abandonado. Aparte de las cuestiones más vinculadas a la equidad (como que todos los estudiantes puedan contar con equipos idóneos para mantenerse conectados), seguramente habrá muchas lecciones sobre lo que es prioritario y sobre los medios insospechados que en la necesidad fuimos capaces de imaginar para hacer frente a los retos impuestos por el confinamiento, medios que tienen que ver también con nuestras motivaciones y nuestra apertura a la presencia en nuestras vidas del prójimo y sus necesidades.
Así, en estos meses se ha hablado bastante de Iglesia “online”. Entre lo positivo, muchos destacan cómo al interior de los hogares se ha redescubierto que la piedad o la meditación de la Escritura puede ser vivida en familia; el laicado se está enterando de que por el bautismo somos todos sacerdotes, profetas y reyes, y ahora lo que cabe es averiguar qué significa eso y obrar en consecuencia; algunas celebraciones comunitarias se han vuelto más concurridas y, paradójicamente, en la modalidad remota la celebración litúrgica resulta ser más significativa y con más intimidad entre los concurrentes que muchas celebraciones presenciales que se habían vuelto muy rutinarias.
Pero, evidentemente, nada de esto ha sido gratis. El acceso a los sacramentos se ha visto muy restringido y no son pocos los que expresan su desazón porque eso demore en retornar. Cada tanto, se leen en los diarios cartas de quienes protestan porque han regresado los partidos del fútbol profesional, se están abriendo algunos centros comerciales, y sin embargo no se puede asistir a los templos en condiciones equivalentes sino con muchas restricciones en cuanto al número de personas que pueden estar simultáneamente en ellos, aparte de todas las restantes precauciones sanitarias. Curiosamente, en estos meses ha habido una polémica muy persistente en Concepción debido a que en el mes de mayo la autoridad sanitaria regional había dispuesto un relajamiento de las restricciones, y fueron líderes religiosos –entre ellos el obispo Fernando Chomalí- quienes exhortaron a mantener medidas más estrictas en cuanto a las posibilidades de reunirse en los templos, aunque algunas denominaciones evangélicas recurrieron judicialmente la medida del SEREMI. Escuché días atrás a un sacerdote comentar con cierto embarazo si acaso no sería buena idea implementar un “delivery” sacramental. De hecho, lo que molesta es el nombre, pero el principio de fondo es algo que se ha intentado especialmente en el acompañamiento de los enfermos y moribundos. Es más, se dispone ya de una tradición de nombre más afortunado y para nada mercantil, que es la de los cuasimodistas que llevan la comunión a las casas de quienes no pueden concurrir a los templos. A lo mejor habría que hacer de eso un servicio permanente y no restringido sólo al domingo siguiente a la Pascua de Resurrección.
El reclamo por la apertura de los templos es atendible y legítimo. El encierro no es una situación saludable. Es bueno contar con la posibilidad de distenderse más allá del propio entorno inmediato, y es de lamentar que el confinamiento sea una medida necesaria. Sería de agradecer que en un contexto así los lugares consagrados al culto estuvieran al alcance de las personas (y mucho más cuando esos sitios están acompañados de un entorno bonito y cuidado, como el Santuario del Padre Hurtado).
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Pero también vale la pena preguntarse si este reclamo no es síntoma de un cierto modo de entender la experiencia religiosa personal. Un lector se refirió al tema en estos términos: “No les pido a las autoridades que permitan abrir de par en par las puertas de las iglesias y los diversos oficios, sólo les pido un momento de oración y recogimiento en nuestros templos, ya que muchos encontramos consuelo en Dios en tiempos difíciles como estos”. Sin ánimo de juzgar a nadie y respetando la situación de cada quien, esta declaración puede suscitar algunas preguntas: ¿Dios está en los templos? Dada las restricciones que permiten que sólo unos pocos y no todos los que lo deseen puedan entrar en los templos, ¿cómo pensamos en hacer llegar a otros el alimento espiritual que unos buscan en los templos?
Hay un texto significativo al respecto, allí donde Jesús enseña a rezar: “Cuando alguno de ustedes ore, hágalo a solas. Vaya a su cuarto, cierre la puerta y hable allí en secreto con Dios, su Padre, pues él da lo que se le pide en secreto” (Mt 6, 6). Omito una parte del fragmento donde se refiere con bastante dureza a cierto tipo de personas que rezan en los templos.
En fin, este consejo da que pensar. ¿Está Dios sólo en los templos? En las actuales circunstancias, con aforos restringidos a pocas personas distantes entre sí, ¿necesito un templo para ese encuentro con Dios? ¿Qué pasa con los que por estar yo en el templo, tendrán que quedarse fuera? Y hay otro aspecto más perturbador, y se relaciona con este otro texto de San Pablo: “El cuerpo de ustedes es como un templo, y en ese templo vive el Espíritu Santo que Dios les ha dado” (1 Cor 6, 19). El querido sacerdote Mariano Puga, refiriéndose a esta idea, lo llevaba al caso extremo –desgraciadamente real y no ficticio- del cuerpo torturado, al que no podía referirse sin lagrimear: “Me di cuenta que los discípulos de Jesús hemos hecho un sobrecargo de la presencia de Él en el cuerpo y la sangre de Cristo que comemos, y no sé si sea tanto en el misterio de Cristo en el atropellado en su dignidad, en el crucificado, en el torturado, en los miles de postergados de hoy. Ese es un solo Cristo”. Esa es la cuestión, ¿en qué sentido cabe entender que el cuerpo propio y el ajeno son ellos mismos templos? ¿Y qué significaría entonces visitar el templo para encontrarse con Dios?
Días atrás, en el periódico Encuentro del Arzobispado de Santiago, se publicó una breve nota con un testimonio admirable. Camila Quezada, una joven de 18 años de una parroquia de Lo Prado, con el dinero con que se le remuneró su práctica en el aeropuerto de Pudahuel, compró un quintal de harina y junto a su madre y su abuela, preparó pan para los adultos mayores de su sector. Ahora ya son 23 voluntarios de su parroquia que entregan mercadería y almuerzos a 200 familias del barrio. Consultada por el motivo de esta iniciativa, señala que “Esta pandemia no la he vivido con miedo, la he vivido con motivación, con ganas de hacer y ser. Es muy lindo lo que logramos, siento que sirve para humanizar. El servir al prójimo y ser un agente de cambio, como cristiano, como laico, es fundamental”. Leer esto da que pensar qué tan cierto es que los templos están cerrados y qué podría significar que allí es donde nos podemos encontrar con Dios. La enseñanza de Camila puede ofrecernos muchas pistas sobre esas preguntas, y augura, de paso, el país que habremos de reconstruir tan pronto las restricciones vayan retrocediendo y cada cual pueda regresar a su vida habitual, aunque ya no sea la misma si es que todo lo vivido no ha de pasar en vano.