Pausa Ignaciana: Honrar la cooperación social

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Por Diego García Monge
“Que las decisiones humanas se entrelazan  es algo probablemente claro para todo el mundo salvo para los filósofos”: Esta afirmación tan hiriente para el gremio la he encontrado mientras leía un por lo demás hermoso libro sobre sociología del deporte que reúne trabajos de Norbert Elías y Eric Dunning. El artículo específico donde se formula ese juicio se publicó por primera vez en 1972. Casi cincuenta años más tarde, me atrevería a insinuar que no son sólo los filósofos los que encuentran dificultades para razonar sobre la base que los seres humanos vivimos vidas, por decirlo de algún modo, concatenadas unas con otras. En efecto, como nuestra época ha hecho el elogio del individualismo convirtiéndolo en sinónimo de atomismo, no son pocos los que sinceramente piensan que no estamos conectados unos a otros.
En no pocas ocasiones se escucha decir de alguien que “todo cuanto he logrado en la vida es el fruto de mi propio esfuerzo y no le debo nada a nadie”, la ideología del self made man. Sin perjuicio que es cierto que muchas personas han hecho bastantes méritos para llegar al lugar satisfactorio en el que consideran estar, hay que decir que incluso en esos casos es mucho lo que cada uno de nosotros debe a la socialización, más aún cuando esa socialización ha sido afortunada, aunque no lo sepamos ni lo queramos admitir.
Un ejemplo muy socorrido, pero no por ello menos cierto y decisivo, es el aprendizaje de la lengua materna. Ninguno de nosotros podría comunicarse -ni prosperar en consecuencia como ser humano- si no hubiese sido introducido previamente por otros al aprendizaje y uso del idioma, el que requiere de una estimulación que siempre viene “de afuera”. En ausencia de esa estimulación -y de otras, como la afectiva- un niño se marchita en lo que se ha llamado hospitalismo. Pero eso se repite a toda escala en la sociedad. No se sabe de ningún gran maestro de piano que haya construido su propio piano. Hasta lo más talentosos precisan para prosperar de la mucha colaboración de quienes viven a su sombra y son menos o nada reconocidos.
En medio de la pandemia en que nos encontramos, un asunto que ofrece algo de consuelo es el reaprendizaje que estamos haciendo del valor de la condición relacional de la vida humana, cómo es que descansa en formas habituales o recurrentes de colaboración. No somos individualmente autárquicos, nos necesitamos unos a otros. Ciertas personalidades narcisistas precisamente se niegan a aceptar la imposibilidad de la omnipotencia. Vivir de manera psicológicamente sana incluye aceptar la mutua necesidad y establecer relaciones de interdependencia madura. En ausencia de cooperación recíproca, la posibilidad de diversos umbrales de vida autónoma es imposible.
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Sin embargo, una vez reconocida la cooperación, sobreviene la pregunta acerca de cómo organizamos nuestras relaciones mutuas para que puedan considerarse justas. Hay muchos elementos que pueden invocarse y que tienen alguna pertinencia: ¿Hay que dar más a quienes hacen tareas más importantes? ¿O las más difíciles? ¿O las más costosas? ¿O las más productivas? ¿O las más necesarias? ¿O hay que dar más a quien necesita más? ¿O a quién es más deseado en un sistema de precios? Dieciocho siglos antes que Marx, San Pablo exhortó a los cristianos de Corinto de este modo: Porque donde hay entusiasmo, se acepta lo que sea, no se pide imposiblesNo se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia sino de lograr la igualdad. Que la abundancia de ustedes remedie por ahora la escasez de ellos, de modo que un día la abundancia de ellos remedie la escasez de ustedes. Así habrá igualdad. Como está escrito: A quien recogía mucho no le sobraba, a quien recogía poco no le faltaba” (2 Cor 8, 12-15).
Todas estas divagaciones vienen a cuento pensando en que para enfrentar con éxito al COVID 19 han adquirido un enorme valor muchas ocupaciones u oficios normalmente muy mirados en menos. Junto a tareas altamente especializadas -como puede serla la de los epidemiólogos, por ejemplo-, ahora mismo el “cemento de la sociedad” parece descansar en la tarea de transportistas, personal de aseo, repartidores a domicilio, productores de alimentos, cajeras de supermercados, aparte de todos los trabajadores -y mayoritariamente trabajadoras- de los servicios sanitarios. Y puestos a responder a la pregunta de qué otra contribución podríamos hacer quienes nos encontramos confinados en nuestros hogares, lo que algunos han hecho es fabricar mascarillas, asunto al mismo tiempo sencillo y de vida o muerte. He leído la noticia días atrás de un matrimonio de misioneros católicos franceses radicado hace un par de años en Concepción, que fabrica gratuitamente 300 mascarillas semanales y las pone a disposición del obispado y las autoridades civiles locales, y no son los únicos que están haciendo lo mismo u otras tareas a la par modestas y esenciales. Extraña coincidencia esta, la de que tanto las ocupaciones más sofisticadas como las más sencillas salvan vidas directamente. 
En una columna reciente, el abogado laboralista Sergio Gamonal reflexiona en una dirección semejante, y lamenta que en Chile estos trabajos que constituyen “la primera línea” de los héroes contra la pandemia se encuentren precarizados, desprotegidos o incluso desechados. En su declaración del 24 de abril, significativamente titulada “No nos salvamos solos”, la Conferencia Episcopal ha exhortado a “promover una solidaridad activa y a trabajar en un pacto social”, como asimismo a establecer mesas de diálogo social como “un camino para para retomar la búsqueda de un Chile más justo, solidario y dialogante”. Esto, que ha de valer durante la emergencia, con mayor razón debiera contar una vez que la enfermedad se bata en retirada. Entonces, cuando volvamos a mirarnos a la cara y a preguntarnos sobre el país que queremos construir en común, ¿qué lugar daremos a los que han sido tan mirados en menos, a los tan desprovistos de capacidad de influir en su propia suerte y han tenido que mal vivir las vidas que les imponen otros? Antes de pensar en la respuesta, viene bien -sobre todo los individualistas posesivos que son ciegos al hecho medular e inescapable de la cooperación humana- que meditemos en el siguiente fragmento del novelista George Elliot:
“Que el bien aumente en el mundo depende en parte de actos no históricos; y que ni a vosotros ni a mí nos haya ido tan mal en el mundo como podría habernos ido, se debe, en buena medida, a todas las personas que vivieron con lealtad una vida anónima y descansan en tumbas que nadie visita”.
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