Por: Samuel Yáñez (*)
Recientemente, el Consejo Nacional de Educación ha aprobado las Bases Curriculares de la asignatura de Filosofía para 3° y 4° medio. Es una buena ocasión para preguntarse: ¿para qué enseñar filosofía en la escuela? No voy a desarrollar ahora una respuesta más completa a esta interrogante. Sólo quiero compartir una idea, una sola idea: una buena clase de filosofía es como un batiscafo o pequeño submarino de profundidad, que, paradójicamente, mientras más abajo llega, más claridad encuentra a su alrededor.
Ya Sócrates sostenía que es preciso examinar la propia vida, ponerla al trasluz con toda su circunstancia. De lo contrario, ella queda como ausente de sí misma. Son necesarios esos momentos para mirar y aprehender, abrir los sótanos, oler cuáles son los supuestos de tal pensamiento, tal conducta, tal institución, saborear su solidez y su valor, inclinarse por este o aquel principio y camino. Ello supone un cierto entrenamiento: hay que dejar por un momento la agitación de la superficie, la exigencia de los estímulos, y poco a poco cultivar el gusto por aquello que los antiguos griegos llamaron teoría. No es que ella esté divorciada de la acción; al contrario, ¿cómo podría haber, sin teoría, sin una visión suficientemente amasada, una acción con sentido, orientada ética y políticamente?
La edad adolescente, una época tan importante en el proceso de construcción de la propia autonomía y carácter, requiere singularmente de ese espacio de examen de sí mismo y de todo. El encuentro con buenas clases de filosofía puede contribuir, no sólo al conocimiento de pensamientos y textos, o al desarrollo de habilidades argumentativas, ambos importantes, sino más ampliamente al desarrollo integral de cada joven. Esto implica que, en el aula, sea posible que el estudiante palpe y pese sus propias convicciones, experimente su cercanía y su distancia respecto de otros puntos de vista, aprenda la riqueza que hay en las perspectivas diversas -la tensión inherente a toda convivencia ciudadana-, y crezca en la conciencia de la limitación propia al conocimiento humano, a pesar de todos sus logros, pero también peligros.
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Hoy se habla y escribe mucho sobre pensamiento crítico. Por supuesto, educarlo no compete sólo a la clase de filosofía: es un fruto de toda una buena educación. Las clases de filosofía pueden contribuir con su grano de arena. ¿Cómo? Inventando situaciones de aprendizaje para que los y las jóvenes, por una parte, tomen contacto con sus preguntas y proyectos, los revisen y ensayen caminos de respuesta, en diálogo con otros, y, por otro lado, se expongan a algunos desafíos actuales que enfrentamos como sociedad, y sean capaces de apreciar los principios y valores que están en juego.
En ese sentido, la filosofía puede ser un modo de vivir, un saber vivir, una manera de estar y hacer en el mundo. Por eso la filosofía conduce y abre a la pregunta por el sentido de la vida, y permite reconocer esa pregunta en diferentes filosofías y culturas. Filosofar no sirve para nada, según ciertos registros de utilidad; pero sí sirve para estar en aquello de que se trata en la vida.
La filosofía es escucha y respuesta a discursos de ayer y de hoy, es diálogo. Es conversación que distingue los sentidos y argumenta. La filosofía empieza por el diálogo, pero el diálogo en cuanto tal ella no lo inicia. Todos nacemos en diálogos en curso. La filosofía ayuda a estar creativamente en las propias tradiciones.
En cuanto diálogo, la filosofía es, mediante el lenguaje, opción por lo razonable entre los hombres y rechazo de la violencia, tanto de la violencia muda que quiere imponerse por la fuerza, como de la violencia del monólogo que quiere imponerse por la retórica o la propaganda.
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— Jesuitas Chile (@jesuitaschile) July 17, 2019
En el diálogo, la lógica y la coherencia son importantes, pero no suficientes. Importa considerar también la intención y la referencia. En el diálogo filosófico, el lenguaje se presenta como medio compartido. En él, estamos separados de las cosas y las decimos, tomamos posesión del mundo dándole sentido, poniéndolo en forma.
Filosofar es exponernos a las preguntas de nuestro tiempo y asumirlas. Por eso es que la filosofía arranca por el duelo de la certidumbre, duelo de la adhesión sencilla y no pensada a los pensamientos recibidos. En este sentido, la filosofía nos vuelve frágiles, nos sitúa en medio de un caminar, de un desequilibrio, de una búsqueda propia.
Comprendiendo su mundo como una posibilidad en medio de otras, en principio innumerables, el individuo está llevado a buscar un camino, un sentido, una orientación propia. Preguntándose por algo que valga la pena para él y al mismo tiempo para los demás, el individuo se interna hacia un horizonte, a la vez, propio y común.
(*) syanez@uahurtado.cl