Vigésima primera semana del tiempo durante el año

Oficialmente, la Conferencia Episcopal Chilena nos pide que en el último domingo de agosto oremos por los pueblos originarios. Tal vez hay que decir ‘nos pedía’, porque en el Ordo (=calendario litúrgico oficial) de este año, aparece el primer domingo de septiembre marcado con esa intención. Ojalá que, al menos uno de esos días, lo dediquemos a orar por los descendientes de los pueblos que habitaban nuestro territorio antes de la llegada de los conquistadores y colonizadores. Y a reflexionar por lo que Gabriela Mistral llamó ‘la deuda contraída con el pueblo chileno, viejo acreedor silencioso y paciente’; porque, si esa deuda es grande respecto del pueblo mestizo, posterior a la independencia, mucho mayor es la contraída con los pueblos originarios. Mientras nos disponemos a acoger al Papa Francisco dentro de algunos meses, podemos encomendarnos al Bienaventurado Ceferino Namuncurá, a quien se recordaba este sábado 26, y a S. Alberto Hurtado, a cuya memoria está dedicada la frase de Gabriela, para que nos avalen ante la magnitud de la deuda y, algún día, en Chile podamos sentirnos verdaderamente hermanas y hermanos.
Y, a propósito del Papa, este domingo nos hace escuchar a Pedro reconociendo a Jesús como el Hijo de  Dios vivo. Y escuchamos también a Jesús que le entrega el poder de las llaves del Reino de los Cielos, entrega que contemplamos preparados por las palabras de Isaías acerca de un nuevo mayordomo del palacio real. Mientras tanto, la reflexión de Pablo sobre la unión de judíos y gentiles en la Iglesia, que escuchamos el domingo anterior, se cierra con una alabanza agradecida a los designios divinos. Sólo el Señor puede derribar los muros que nos dividen, y saldar nuestras muchas deudas con Él y con los demás.
Durante la semana, la mesa de la Palabra termina su recorrido por el evangelio de san Mateo, haciéndonos escuchar los últimos llamados de Jesús a la conversión de escribas y fariseos (no los de antes, sino los de ahora) y a estar preparados para su venida al fin de los tiempos.  Mientras tanto, la primera carta de Pablo a los Tesalonicenses, que comenzamos a leer y escuchar ahora, nos desafía a imitar  en el  amor a las primeras comunidades cristianas: un amor no idealizado sino concreto: amor que lleva a aceptar a las personas  con todas sus virtudes y todos sus defectos e imperfecciones.
En el santoral, el domingo 27 resulta impedida la memoria de santa Mónica (+387), madre de san Agustín (+430), el insigne doctor de la Iglesia de occidente, a quien celebramos el lunes 28. El 29, la memoria del martirio de san Juan Bautista  nos hace agradecer una vez más el ejemplo del Precursor, el martes 30 celebramos la fiesta de santa Rosa de Lima (1586-1617), laica de espiritualidad dominica,  Patrona de América. El miércoles 31, la orden de la Merced celebra a san Ramón No-nato, patrono de las matronas, a quien vale la pena recordar en estos tiempos de despenalización. La orden Trinitaria recuerda el 1 de septiembre a san Arturo, mártir (+1282), que no figura en el Martirologio romano, pero,  en los anales de la Orden se señala que fue martirizado en Babilonia, adonde habría llegado buscando rescatar cautivos de los musulmanes. El sábado 2, el calendario propio jesuita recuerda a los bienaventurados mártires Jacques Bonnaud (+1792), Joseph Imbert y Jean Nicholas Cordier (+1794) asesinados en la Revolución Francesa, y también Tomás Sitjar y  10 compañeros (+1936) martirizados en Gandía (Valencia, España).

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