El 20 de mayo de 1521, Ignacio de Loyola fue herido por una bala de cañón en una fortaleza de Pamplona, en el reino de Navarra. Ese día se inició un proceso de transformación de su vida que nunca terminó.
Por Jaime Castellón SJ
Pocos años antes el reino de Castilla había conquistado Navarra, que hasta entonces llevaba casi dos siglos bajo dominio francés. Cuando, en 1512, el rey navarro firmó un tratado que aseguraba la protección de Francia ante cualquier agresión, Fernando el Católico se sintió atacado y decidió invadir el territorio. El duque de Nájera, Antonio Manrique de Lara y Castro (1466-1535), combatió a su lado. Fernando murió el 23 de enero de 1516 y el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517), regente de Castilla, nombró virrey de Navarra a Manrique.
Al año siguiente Íñigo fue acogido por este. Hasta entonces Íñigo vivía en Arévalo, en el palacio del Contador Real, Juan Velásquez de Cuéllar, pero este cayó en desgracia ante el rey, así que Íñigo tuvo que irse de ahí. Manrique se convirtió en su nuevo benefactor.
Pero llegó en un tiempo agitado para el virrey. Siguiendo las instrucciones del regente, este ordenó demoler fortalezas y murallas en Navarra, ganándose el desprecio de muchos. En abril de 1520, enfrentó una revuelta antiseñorial en Nájera. Después hubo rebeliones contra el nuevo rey Carlos I. Francia aprovechó la confusión que había en el ambiente para armar una poderosa tropa, apoyada por un importante contingente de navarros, y atacar Pamplona. Llegaron allí el 18 de mayo de 1521.
Ante el ataque inminente, el virrey escapó. Lo mismo hicieron otros que fueron heredando la responsabilidad de defender la fortaleza. En ese momento caótico, llegó Martín de Loyola a defender Pamplona en nombre del rey de Castilla. Al llegar se encontró con su hermano Íñigo, que se preparaba para la lucha. Los Loyola reclamaron el mando de la resistencia, pero no se los dieron. Martín se marchó con rabia y amargura.
Íñigo se quedó. El 19 de mayo de 1521 se instaló en la fortaleza de Pamplona con unos pocos caballeros. Se veía imposible poder resistir a un enemigo tan poderoso y los caballeros hicieron ademán de retirarse. Pero Íñigo los persuadió a quedarse y luchar. El 20 de mayo comenzó la ofensiva francesa. “Después de durar un buen rato la batería, le acertó a él una bombarda en una pierna, quebrándosela toda, y porque la pelota pasó por entrambas las piernas, también la otra fue mal herida” (Autobiografía, 1).
Los franceses “trataron muy bien al herido, tratándolo cortés y amigablemente. Y después de haber estado doce o quince días en Pamplona, lo llevaron en una litera a su tierra” (Au, 2). En Loyola lo operaron, pero sin éxito. Los médicos juzgaron que había que volver a intervenirlo, para mejorar la juntura de los huesos. “Hízose de nuevo esta carnicería” y él quedó en peligro de muerte (Au, 3). “Solía ser dicho enfermo devoto de San Pedro, y así quiso nuestro Señor que aquella misma media noche [la víspera del 29 de junio] se comenzase a hallar mejor” (Au, 3). Ya estaba recuperado cuando él pidió que lo operaran de nuevo, porque “le quedó debajo de la rodilla un hueso encabalgado sobre otro, por lo cual la pierna quedaba más corta; y quedaba allí el hueso tan levantado, que era cosa fea; lo cual él no pudiendo sufrir, porque determinaba seguir el mundo, y juzgaba que aquello le afearía, se informó de los cirujanos si se podía aquello cortar; y ellos dijeron que bien se podía cortar, mas que los dolores serían mayores que todos los que había pasado, por estar aquello ya sano, y ser menester espacio para cortarlo. Y todavía él se determinó martirizarse por su propio
gusto”. “El herido lo sufrió con la sólita paciencia” (Au 4). La vanidad fue más fuerte que la sensatez, pero él sobrevivió.
Pasada la lucha física, comenzó el combate del espíritu. Mientras se recuperaba nuevamente, se deleitaba imaginando las gestas caballerescas que realizaría en honor de un rey, con lo cual conquistaría la admiración de alguna dama digna de los mejores sueños; pero, pasado el primer efecto, quedaba hastiado y vacío. Aburrido, pidió libros y le dieron unas biografías de santos y una extensa vida de Jesús. Cuando dejaba de leer, se imaginaba que era uno de aquellos santos o que seguía a Jesús como discípulo; entonces, su corazón se dilataba y esa expansión perduraba. Esta alternancia de sentimientos lo movía a caminos contrapuestos. Tomó conciencia de que en su espíritu se estaba librando una batalla entre el buen y el mal espíritu. Eran sus primeros pasos de aprendizaje del discernimiento espiritual. Cuanto más fina se hacía su atención, más clara sentía la llamada a salir de sí para ir al encuentro de Aquel que había venido hasta él a través de una bala de bombarda (Melloni).
«Estando una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del alma todas las especies que antes tenía en ella pintadas» (Au, 10).
En los primeros meses de 1522, Íñigo salió de Loyola y partió hacia Tierra Santa. En su camino pasaría al santuario mariano de Montserrat. No sabía aún que se desviaría durante casi un año a Manresa, donde viviría la experiencia que inspiró el libro de los Ejercicios Espirituales. Cuando salió de su tierra iba cojeando, pero con paso seguro. Estaba comenzando una nueva vida.
La herida de Ignacio y lo que vivió después nos hace creer en la veracidad de aquello que canta Cristóbal Fones: “Al final de la vida llegaremos/ con la herida convertida en cicatriz”. “Somos hijos de un Dios enamorado/ sedientos buscadores de respuestas/ Somos pura ambición que Tú sembraste/ para que así tu Reino floreciera” (Rodríguez Olaizola-Fones).