En el tiempo eclesial que vivimos nos envuelve la incertidumbre.
¿Quién puede decir que alguna vez no ha tenido dudas o no ha sabido qué caminos tomar? Todos hemos experimentado aquello y lo hemos sufrido. Hay inquietudes pequeñas y grandes. Hoy son enormes y pueden llegar a atenazarnos y paralizarnos. Al permitir que se instalen, pueden oscurecer todo lo bueno que estamos haciendo.
San Ignacio también tuvo dilemas. Algunos ejemplos: ¿Seguiré a la mujer de mis sueños o me decidiré a imitar la vida de los santos? (Aut. 6-7) ¿Mataré o no al moro? (Aut. 15-16) ¿Me embarcaré a Jerusalén con algún dinero en el bolsillo para proveerme en mis necesidades o viajaré a la buena de Dios? (Aut. 36) ¿Estudiaré con seriedad las materias como me había propuesto, durmiendo lo suficiente, o me dejaré llevar por los arrebatos espirituales que en esos ratos experimentaba? (Aut. 26.55) ¿Le hablaré al capitán, que me había tomado preso, en forma reverente o, por el contrario, de manera más espontánea aún a riesgo de sufrir torturas o de ser considerado un pobre loco? (Aut. 52) ¿Me quedo en Tierra Santa o me ofrezco al Papa? (Aut. 94) ¿Concretaremos o no las expectativas apostólicas que tenía yo y mis compañeros al llegar a Roma? (Aut. 97) ¿Aceptaremos o no las rentas que se nos ofrecen para la Iglesia de Nuestra Señora del Camino a costa de rebajar el ideal de pobreza? Me hallaba así confuso con varios pensamientos (Diario Espiritual 145).
¿Qué nos aconsejaría Ignacio para resolver nuestras incertidumbres?
La inquietud que se puede apoderar de nuestro corazón y que entrampa es aquella que persiste, que no activa la vida, que la paraliza, que no moviliza el entendimiento, que no permite buscar la claridad, sino que se queda enquistada en los propios afectos y pasiones. Para que eso no ocurra, me imagino a Ignacio diciendo que una disyuntiva pasajera no hay razón para considerarla un impedimento, porque puede ayudar a sospechar de una solución que hubiese aparecido muy tempranamente. Un dilema nos puede permitir buscar soluciones mejores, purificar las intenciones, hacer posible una acción más llena de amor, de lucidez y de responsabilidad.
Pero a una duda no puede permitírsele estar indefinidamente absorbiendo las energías del alma y dejando que los conflictos se perpetúen. Como a la desolación, la inquietud debe ser enfrentada. Hay que “mudarse” contra la confusión y agitación que ellas nos provocan. Para eso, Ignacio nos aconsejaría estar atentos al proceso de los pensamientos para notar dónde estuvo la distracción que en algún punto nos desorientó y así cuidarnos de las asiduas falacias y razones aparentes (EE 333). Nos animaría también a escucharnos para que la disyuntiva no quede escondida en la clandestinidad.
Además, creo que Ignacio nos diría que los dilemas se resuelven poniéndose en marcha. Se captan las dimensiones de los problemas metiéndose de lleno en ellos. El camino se perfila tomando iniciativas, notando los posibles extremos a que nos pueden llevar las diferentes opciones, buscando un justo medio, para luego apuntar a la solución. En algunos casos nos serviría su consejo de hacer lo opuesto a aquello a lo que nos inclinamos espontáneamente (EE 325).
Por último, y lo más importante, nos exhortaría a ponernos en las manos de Dios, que es quien ofrece a la larga la certeza absoluta. En las dudas siempre quedamos en las manos de Dios.
Es desafiante vivir con sueños incumplidos o con ideales heridos. Lo que nos hace cambiar, y lo que nos evita vivir con dejos de amargura, es la certeza desde lo profundo de que en la nueva situación que nos toca enfrentar podemos hacer un bien mayor, que amaremos más en grande, que haremos realidad aquello de que “el amor, cuanto más se sufre, más se inflama” (Padre Arrupe).
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