Indisciplínate en tiempo de Adviento: sé libre

En este tiempo de Adviento las comunidades y las familias se preparan para el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre.
Porque Adviento es justamente eso: disponer el corazón para encontrarnos con Dios a través de su Hijo Jesucristo. Es un tiempo privilegiado para analizar el pasado, contemplar nuestro presente, y mirar el futuro, con la esperanza de que Cristo llega a nuestra vida.
En Adviento, como lo ha manifestado el Papa Francisco, debemos estar atentos y vigilantes, ya que “es el tiempo que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, también para verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para el regreso de Cristo. Él regresará a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando conmemoraremos su venida histórica en la humildad de la condición humana; pero Él viene dentro de nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y vendrá de nuevo al final de los tiempos «para juzgar a los vivos y los muertos». Por eso debemos estar siempre prevenidos y esperar al Señor con la esperanza de encontrarlo”.
 Reflexión de Juan Diaz SJ, director Centro de Espiritualidad Ignaciana
 Indisciplínate en tiempo de Adviento: sé libre
En tiempo de Adviento se nos invita a elevar la mirada más allá de los acontecimientos del día a día, y abrir el corazón para acoger al Señor que tanto esperamos. Estoy seguro de que en muchos de nosotros está el deseo de que con Jesús comience un tiempo y un mundo nuevo. Por eso no nos cansamos de soñar. Este deseo es todavía más fuerte en aquellas personas que han perdido algo o alguien amado, que están agobiadas por duras responsabilidades; o que lamentan alguna enfermedad.
Nuestra Iglesia Chilena, en un año complejo y difícil, con hechos que nos avergüenzan, desea también caminar hacia la recuperación de las confianzas. El tiempo del Adviento recoge la esperanza que muchos tenemos invitándonos a mirar una vez más hacia el día del nacimiento de Jesús. Porque solamente es Él quien alivia nuestros pesares y nos salva de la soledad, de la tristeza, del pecado y de la muerte.
Nos deja pensando aquello que se dijo hace algunos días acerca del planeta Marte después que la nave Insigth aterrizara en ese lugar entregando la primera imagen: “Hay una hermosa quietud aquí”. Queremos también que en nuestro corazón y en esta nuestra tierra cunda la quietud. Pero no se trata de ningún modo de la quietud que hay en los cementerios. La quietud que deseamos es la que se deposita en el corazón, a pesar de estar sumergidos en medio de contradicciones y en la intensa actividad que llevamos adelante por construir un mundo mejor. No se trata de vivir replegado sobre uno mismo, acurrucado, agobiado por las propias penas y culpas, paralizados en la esperanza y llevando una rutina que a la larga termina cansando el cuerpo y el alma. Es numerosa la gente que lleva una vida marcada por un estilo apático, con falta de fuerza, con una pérdida lenta de ilusiones. Eso no es una verdadera quietud.
La propuesta del tiempo de Adviento viene a cuestionar la forma que tenemos de vivir: resignada y rutinariamente. De hecho, la Palabra de Dios nos pone en guardia para no dejarnos vencer por un estilo de vida que deja poco espacio para la libertad. Son dirigidas también a nosotros las palabras del Evangelio: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida” (Lc 21,34). En otras palabras, hay que ser “indisciplinadamente libre”, tal como lo ha dicho el Papa hace pocos miércoles atrás cuando un niño saltó las barreras de protección y se puso a jugar delante de él cuando leía su discurso. Ese niño era autista. El Papa agregó: “este chico no puede hablar, es mudo. Pero sabe comunicar, sabe expresarse. Y tiene una cosa que me hizo pensar, es libre. Indisciplinadamente libre… ¿Yo soy también libre así delante de Dios?”. Es la pregunta que debiéramos hacernos en Adviento. Sin duda que Dios nos quiere libres. Es precisamente eso lo que regala la quietud interior en medio de las complicaciones de la vida.
En el texto del Evangelio, cuando se dice que tengamos cuidado con la embriaguez, no se refiere solamente a que nos cuidemos de beber más de la cuenta champagne, pisco sour, cerveza, o cola de mono, durante las celebraciones navideñas o en las despedidas de fin de año, con el “amigo secreto”, o en las fiestas de graduaciones. Se refiere más bien al estado de embriaguez que provoca precisamente la rutina de la vida y las preocupaciones que nos absorben por completo. Todas ellas parecieran tener el poder de atontarnos. Al respecto me gusta recordar aquello que se decía de Cristóbal Colón antes de llegar a América, cuando ya de noche, navegando en el barco con su tripulación, con la incertidumbre en alta mar de no saber por dónde iban, y a la espera ansiosa de poder ver tierra, y con el miedo que los marineros se sublevaran, subía Colón solitario al puesto de mando, levantaba la mirada al cielo quedando “emborrachado de estrellas: He bebido aire limpio, aire del mar, aire abierto y estoy borracho…borracho de aire, de estrellas, de inmensidad”. Esta es otra forma de embriaguez, muy diferente a la que alude y rechaza el Evangelio. La borrachera de estrellas de Colón tenía sentido para hacer reposar la quietud, sacar fuerzas y seguir adelante luchando por su ideal.
El Evangelio insiste en que hay que estar en vela y rezar para experimentarse quieto como el planeta Marte, para ser libre indisciplinado como aquel niño que interrumpió al Papa, o embriagado como Colón. De este modo hay que esperar la Navidad. Hay que vivir la existencia como lo hacen las mamás que esperan a sus hijos. El tiempo de Dios que irrumpe ahora en nuestra vida nos pide a cada uno un compromiso serio de estar prevenidos al modo ignaciano. Dice Jesús: “Tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación” (Lc 21, 28).
 

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