Pausa Ignaciana: “Por qué soy católico”

Por Pablo Walker SJ.
Me llegó para el cumpleaños un libro imprevisible hasta la última letra. Indómito su autor, incómodo su título, irreverente su contenido, inciertas sus consecuencias.
Un auténtico bálsamo para el momento eclesial.
“¿Tú católico?… Sólo eso escucho cuando confieso en voz alta mi fe entre amigos. Ser católico en un país católico es una excentricidad que exprimo hasta la última gota para intentar estar siempre donde no me esperan”, dice Rafael Gumucio, su autor, en la página 53.
En el libro paladea la visita papal fracasada, remonta a  los recuerdos de su  niñez en el exilio y degusta la fe granítica, sin alarde, de sus tías (“la coja y la monja”);  condimenta  con  versos de Eduardo Anguita (“Nuestro Señor Jesucristo padeció únicamente por Jenaro Medina”) y con la Cantata de su tío Esteban (“Creo que en esta noche oscura duermen estrellas”); arriesga más de una pizca de credo personal (“Mi ley ley es un demente que azota mercaderes y se declara Hijo de Dios”) y lo sazona todo con  lágrimas de héroes caídos (el Padre Dubois en la comisaría tras atropellar un niño por la soberbia de no aceptar su parkinson). Así nos confiesa su fe desde un indefendible humanismo cristiano, criminalmente desfigurado en nuestros días.
Y va más lejos… “El cristianismo es el único humanismo que quedará en pie después de que se acabe la humanidad”. Osado, riesgoso hasta sólo citarlo. Dirá con desenfado que este humanismo no puede sino provocar urticaria al país que hemos construido. Pero eso tendrán que leerlo ustedes mismos.
Sabe polemizar: “Me gusta recordarles a los alumnos de colegios de monjas y curas que el catolicismo es lo contrario de lo que los católicos damos por sentado. Me gusta decirles a los de izquierda que el cristianismo es más de izquierda que ellos y a los derechistas recordarles que el cristianismo es más conservador que ellos, porque no le interesa conservar las formas de las cosas sino su fondo”.
Curioso evangelio el de Rafael Gumucio. No sé por qué le creo…el giro hacia las víctimas -si es real- llevará a la Iglesia a un camino de estas características, un camino paradojal y quizá sin retorno.  En lo inmediato un giro hacia las víctimas de violencia intraeclesial, hacia las de la Compañía de Jesús, nos llevaría a un Éxodo. En adelante la opción por las víctimas nos pondría de sopetón de aprendices junto a la cruz de Cristo, probablemente más cerca de otros excluidos, no sólo los de los ochenta, sino los de hoy; no sólo los empobrecidos sino muchos laicos, y la mujer, junto a la cruz de antaño. ¿Qué ven, qué buscan, qué es una buena noticia para quienes han sufrido abuso como pan de cada día? ¿No tiene esa mirada, por dura que sea, los rasgos de las Bienaventuranzas?
El Padre Arrupe nos lo decía a los jesuitas en plena esfuerzo por renovarnos tras el Concilio Vaticano II: “Nunca Dios había estado tan cerca, acaso nunca, porque nunca habíamos estado tan inseguros”. La cercanía a un Dios “más grande”, más relevante que el propio duelo ante la imagen caída, nos ayudaría a no temer respirar en carne propia lo que respiran las víctimas, a oír sus voces como voz de un Nazareno contemporáneo. Paradoja de sentirnos tan inseguros y por fe sabernos tan cerca del crucificado. Re-aprender el ser iglesia.
Nos hará falta una fe muy grande. Una fe consciente de su impureza, llena de los grises de la propia humanidad (esos grises donde Dios se muestra más grande que las medallas perdidas) y llena al mismo tiempo de decisiones honestas de radicalidad (esas donde la dignidad de los Hijos de Dios se muestra más grande que la mediocre convención de la sobrevivencia). Se requeriría una fe en Jesús parecida a este evangelio travieso de Rafael Gumucio. Yo también anhelo esa fe, el anhelarla es la razón del “por qué soy católico”.
 
 

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