Lo vivido en estos años de mi servicio como Provincial me lleva a plantearles algo que para San Ignacio, nuestro Fundador, era fundamental y definitivo: el conservar y aumentar el cuerpo de la Compañía de Jesús en su buen ser.
Ignacio nos propone, en la Décima Parte de las Constituciones que: “Para la conservación y aumento no solamente del cuerpo y lo exterior de la Compañía, pero aun del espíritu de ella, y para la consecución de lo que pretende, que es ayudar a las ánimas para que consigan el último y supernatural fin suyo, los medios que juntan el instrumento con Dios y le disponen para que se rija bien de su divina mano, son más eficaces que los que le disponen para con los hombres, como son los medios de bondad y virtud, y especialmente la caridad y pura intención del divino servicio y familiaridad con Dios nuestro Señor en ejercicios espirituales de devoción, y el celo sincero de las ánimas por la gloria del que las crió y redimió, sin otro algún interés. Y así parece que a una mano debe procurarse que todos los de la Compañía se den a las virtudes sólidas y perfectas y a las cosas espirituales, y se haga de ellas más caudal que de las letras y otros dones naturales y humanos. Porque aquellos interiores son los que han de dar eficacia a estos exteriores para el fin que se pretende” [813].
Vivimos en una sociedad y en una cultura donde aparece con mucha fuerza el criterio de la “eficiencia”; es decir, de aquello que surge de una importante evaluación de lo que se hace y de una exhaustiva planeación y ejecución de lo que se tiene que hacer. Pero la pregunta acerca de si eso que se hace es realmente transformador de la realidad profunda de cada ser humano, de sus relaciones con los demás y de las relaciones con la vida que nos rodea, generalmente queda como un aspecto marginal que termina siendo invisibilizado o dejándose a un lado, para terminar en la inagotable carrera del trabajar, del rendir y del producir, a costa de la vida plena y abundante.
La pregunta fundamental que surge para el cuerpo apostólico de la Compañía de Jesús no es propiamente por lo que hacemos, sino si al hacerlo somos eficaces tocando el corazón de los demás, transformando las relaciones entre las personas, buscando alcanzar la vida querida por los habitantes de un territorio y mejorando el cuidado de nuestra “casa común”. La “eficacia”, como la ve San Ignacio para conservar y mantener el cuerpo de la Compañía de Jesús en su buen ser, surge de algo que pasa en el interior de cada uno de nosotros: de la experiencia del amor desbordante de Dios, manifestado en Jesucristo, que nos lanza a vivir en el amor por los demás y por la naturaleza; un amor que se hace creador de vida, reconciliador de la humanidad, servicial con los necesitados, justo y equitativo en la relaciones sociales, preocupado por aliviar el sufrimiento y la enfermedad de muchos y entregado hasta dar la vida por hacer realidad ese amor en todo los ámbitos de la existencia.
Y los medios que se nos proponen para vivir esa “eficacia” son aquellos que nos permiten estar profundamente unidos a Dios, de tal manera que nos dispongan para que nos dejemos llevar por Él: viviendo una estrecha familiaridad con Dios a través de ejercicios espirituales, discerniendo el modo de proceder por donde Dios quiere que vivamos, generando una vida de bondad, de respeto y valoración por el otro, con una gran sensibilidad por buscar lo mejor
para todos, trabajando por establecer una sociedad que garantice una vida plena y abundante para la totalidad de las personas, dejando a un lado el querer e interés egoísta que nos cierra sobre nosotros mismos y disponiéndonos para el servicio incondicional a los demás.
Volvámonos a preguntar sincera y honestamente, con la ayuda de lo que San Ignacio nos propone para conservar y aumentar el cuerpo de la Compañía de Jesús en su buen ser, si estamos siendo realmente “eficaces” desde la vivencia, en nosotros, “del estilo de Jesús, de sus sentimientos y de sus opciones” (CG 36, D 1. N° 18.), para transformar nuestra vida y nuestras relaciones sociales y ecológicas en este mundo en el que vivimos. Porque sólo desde esta perspectiva podremos discernir y llevar adelante la Misión que Dios nos ha venido encomendando para promover la fe, servir a la justicia, vivir el ministerio de la reconciliación, entrar en diálogo con las culturas, las religiones y las ciencias, y hacer todo en colaboración con los hombres y las mujeres de buena voluntad que buscan que la vida florezca, para bien de toda la humanidad.
Carlos E. Correa, SJ
Provincial de Colombia
Última clase de Diplomado en Liderazgo Ignaciano para directivos
El viernes 22 de noviembre se desarrolló la última clase del Diplomado en Liderazgo Ignaciano para directivos que comenzó en abril de este año.