De la indignación al compromiso

En el mes de enero pareciera que se acumula, de repente, el cansancio del año y se anhela profundamente salir de vacaciones, cortar con la rutina laboral y alejarse del ajetreo cotidiano de la ciudad. Durante el año el tiempo resulta un bien escaso y, por ende, se tiene la sensación de que uno va corriendo de un lado para otro y solo se detiene cuando uno cae agotado en la cama por la noche. Pero el cansancio habitual de fin de año, este 2018 se agrava con algunos hechos que remecieron nuestro país, haciendo del grupo humano que lo conforma una sociedad cansada, frustrada y decepcionada. A la vez, el Año Nuevo es un momento apropiado para revisar a fondo los acontecimientos y rearmar el camino de la esperanza.
LA DECADENCIA DE LAS INSTITUCIONES
En la encuesta de Plaza Pública, correspondiente a la última semana de noviembre, las principales instituciones de la sociedad no pasan el examen de la confianza ciudadana, ya que la desaprobación es mayor: Fiscalía (57%), Congreso (67%), Tribunales de Justicia (70%) e Iglesia (74%). Con respecto a las Fuerzas Armadas y del Orden, la encuesta correspondiente a la tercera semana de noviembre, coloca la desaprobación ciudadana en 42% en el caso del Ejército, y en 55% en el de los Carabineros; en un mes, la aprobación del Ejército baja 13 puntos y la de Carabineros, 28 puntos.
Esta desconfianza generalizada en las instituciones públicas es tremendamente dañina porque deja a los miembros de la sociedad con una sensación de orfandad, de abandono y de vulnerabilidad. Por tanto, se fomenta una cultura de un individualismo asocial, en la que se asume que no hay que esperar nada de una sociedad organizada, pero contaminada con la corrupción, donde la búsqueda del bien común resulta viciada por los intereses particulares. O, también, este ethos individualista atomista puede ser la expresión de una desesperanza aprendida, una impotencia o resignación de quienes, no tanto por individualismo, sino por ver que sus esfuerzos contra ello no dan frutos, deciden bajar los brazos y dejan de luchar.
Además, algunos hechos durante este último tiempo obligan a preguntarse si el concepto de un Chile como país inclusivo y acogedor resulta verdadero en la actualidad. ¿Es cierto lo que proclama el vals compuesto por el músico chileno Chito Faró en 1942 cuando dice al viajero: «Verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero»? En este conjunto de problemas nos detendremos, especialmente, en dos muy significativos: la inmigración y la relación con el pueblo mapuche.
SI VAS PARA CHILE
El grupo de haitianos que se acogió al Plan Retorno explicó que sus ganas de irse del país se debieron a la discriminación, maltrato, humillación, falta de oportunidades y, por ende, su estadía en Chile resultó ser una inmensa desilusión.
El presidente ejecutivo de América Solidaria, Benito Baranda, tuvo el coraje de expresar el triste significado de ese hecho. «En la historia de Chile este vuelo del «plan retorno» será recordado como el vuelo de la vergüenza nacional. Ellos y ellas vinieron a nuestro país a buscar una vida más digna, ya que, en su nación el hambre y la pobreza los tenían destrozados. Sin embargo, encontraron en estas tierras enemistad, desprecio y muy poca acogida… Esto nos habla nuevamente de la pobreza ética de una nación» (El Mostrador, 9 noviembre 2018).
Chile se construyó con la presencia de migrantes y otros países acogieron a tantas personas exiladas durante el tiempo de la dictadura militar. ¿Por qué un país tradicionalmente acogedor, y en tantas partes acogido, se ha vuelto discriminatorio?
La Encuesta Nacional Bicentenario (Universidad Católica – GfK Adimark, 2018) refleja una percepción contradictoria con respecto al migrante. Así, el 80% de los encuestados declara no haber tenido malas experiencias con personas inmigrantes. Sin embargo, la percepción general es que su presencia causa un conflicto social, menor (41%) o grande (44%). También el 75% de los encuestados considera que la cantidad de migrantes en el país es excesiva; no obstante, según la prestigiosa revista británica The Economist (abril, 2018), Chile necesita población llegada de fuera para crecer económicamente, debido a su baja tasa de natalidad, al envejecimiento de la sociedad chilena y al disminuido número de cesantes. También cuesta comprender la postura del Gobierno de Chile al no firmar, el día 19 de diciembre (2018), el Pacto Global para la Migración Segura, Ordenada y Regular, aprobada por 152 países miembros de las Naciones Unidas, aduciendo argumentos de soberanía. En su artículo 7, se deja en claro que «este Pacto Mundial presenta un marco de cooperación no vinculante jurídicamente» y «su propósito es fomentar la cooperación internacional sobre la migración entre todas las instancias pertinentes, reconociendo que ningún Estado puede abordar la migración en solitario, y respetar la soberanía de los Estados y sus obligaciones en virtud del derecho internacional». Además, todo Estado al firmar podía explicitar sus reservas, si las tenía.
ARAUCO TIENE UNA PENA
Arauco aún tiene una pena y el Estado de Chile aún tiene una deuda histórica con su pueblo.
La Operación Huracán, con la falsificación de la evidencia, y el asesinato de Camilo Catrillanca han sido otra vergüenza donde la mentira, la violencia y la represión hacen clamar al cielo. Desde el primer momento, se intentó encubrir el lamentable asesinato del comunero mapuche con una nube de mentiras. El informe de Plaza Pública (diciembre 2018) revela que una institución tradicionalmente respetada por la ciudadanía y que sigue siendo considerada indispensable para el país (88%), es fuertemente castigada por la opinión pública que reprueba su forma de comportarse (64%), considerando que han perdido el respeto y la admiración de la ciudadanía (69%).
Claramente, la militarización de la zona no funciona y no contribuye a una solución pacífica. Por lo contrario, da argumentos para justificar una respuesta violenta de parte de aquellos que se consideran oprimidos y reprimidos.
El académico y columnista Cristián Warnken observa que Bernardo O’Higgins estudió en un internado de la orden franciscana, siendo compañero de los hijos de los caciques mapuches de Chillán, Los Ángeles y Concepción. Esa convivencia lo marcó. Así, «cuando asume el cargo de Director Supremo de la Nación envía a sus antiguos compañeros mapuches una carta en la que les dice: «No hay ni puede haber una razón que nos haga enemigos (…) descendemos todos de unos mismos Padres, habitamos bajo un mismo clima y nuestros hábitos y nuestras necesidades nos invitan a vivir en la más inalterable buena armonía y fraternidad». Subrayo la palabra «fraternidad». Me parece sentir en estas palabras de O’Higgins un atisbo de un camino de encuentro que nunca transitamos, una oportunidad histórica perdida» (El Mercurio, 22 noviembre 2018).
UNA INDIGNACIÓN COMPROMETIDA
En la indignación y reprobación de la sociedad se encuentra la semilla de una renovada recuperación del ethos público. No obstante, la mera indignación, como sentimiento ético de reprobación frente a la injusticia, no basta, porque si no se traduce en opciones, actitudes y acciones concretas, nada cambia; aún más, la degeneración del ethos público crece y se profundiza, porque se adormece la conciencia y va haciéndose insensible a los valores.
El fortalecimiento del ethos público requiere, en primer lugar, superar el individualismo asocial y abrirse a un sentido de comunidad. En otras palabras, tener un sentido del «nosotros», pensar desde el «nosotros» y evaluar desde el «nosotros». Entonces, la pregunta clave en lo social no es lo que le conviene a uno (individuo o grupo social), sino lo que conviene al país. Es pensar desde el bien común.
El bien común, escribe Juan Pablo II (1991), «no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona» (Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1 de mayo de 1991, N° 47). Por consiguiente, el bien de toda la sociedad pasa por dar la prioridad a la satisfacción de las necesidades de los más vulnerables dentro de su seno, porque es desde esta inclusión que se mide la igual dignidad de todos y cada uno de los miembros de la sociedad.
Este sentido del nosotros, preocupado por el bien común, implica necesariamente una perspectiva y una acción solidaria sobre las personas y las situaciones. Ser solidario significa preocuparse por el otro y hacerse cargo de él y ella. Ser solidario es tener un sentido de patria. Ser solidario es ser patriota de verdad, porque son las personas concretas las que configuran una nación.
Este sentido de solidaridad muestra otro modo de proceder frente a los conflictos. En la actualidad, estos suelen manejarse desde la polarización ideológica que se degenera fácil y rápidamente en descalificaciones personales. La ciudadanía queda como espectadora frente al espectáculo político que queda en puras recriminaciones sin llegar a ninguna solución.
Una mirada solidaria recurre al diálogo porque crea las condiciones para solucionar los problemas sociales, con tal que haya una disposición para escuchar al otro desde su alteridad, considerándolo como un interlocutor válido. Así, estudia las raíces que causan el conflicto, fomenta la participación de todos los involucrados, prioriza la dignidad de las personas como criterio determinante, busca propuestas viables para no caer en simplismos que a la larga defraudan y se muestra disponible para hacer los sacrificios necesarios correspondientes a construir caminos de solución.
Por consiguiente, esta mirada no tolera la crítica fácil e inmadura que solo destruye porque no propone. La crítica social es necesaria, pero debe ser constructiva y abrir caminos para alcanzar soluciones viables.
Las vacaciones son un tiempo privilegiado para parar en el camino de la vida, recuperar la propia interioridad, examinar las prioridades vitales que dan sentido a la propia vida, recuperar las ganas de soñar en un mundo mejor y en un país más fraterno, y, así, volver a la vida cotidiana con la convicción comprometida de que las cosas pueden cambiar. MSJ

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