A cincuenta años del golpe de Estado, conversamos con el sacerdote jesuita Fernando Salas sobre su experiencia dirigiendo el Comité Pro Paz, un organismo ecuménico que existió entre 1973 y 1975 para ir en ayuda de personas perseguidas por la dictadura militar. Hoy, a medio siglo de esta fractura en nuestra democracia, en un momento en que otra vez los chilenos tienen que decidir sobre un nuevo proyecto de texto constitucional, el diálogo siempre debería tener la primera opción.
Por Ingrid Riederer
Artículo publicado en revista Jesuitas Chile n.56
Fernando Salas sj nació en una familia donde la fe estaba muy presente. Tuvo dos tíos jesuitas, uno de ellos fue obispo de Arica, y una tía religiosa. En su juventud disfrutó de las buenas conversaciones con amigos y de las fiestas, pero siempre sentía que “algo faltaba”. Y lo encontró. Después de estudiar dos meses de ingeniería en la Universidad de Chile, a petición de su padre, y de viajar por el norte del país, al ingresar al noviciado jesuita dijo con certeza: “Ya sé lo que faltaba… esa relación personal con Dios”. Más adelante, mientras estudiaba teología, llegó a trabajar a una de las poblaciones de Renca, donde tuvo un contacto estrecho con el mundo obrero, y se cruzó más de alguna vez con el cardenal Silva Henríquez. El 18 de diciembre de 1971 Fernando Salas fue ordenado sacerdote jesuita. Tiempo después, el 6 de octubre de 1973, el Comité Pro Paz comenzaba sus funciones con Fernando Salas sj como secretario ejecutivo. Tenía 31 años.
— A cincuenta años del golpe militar, ¿es importante la memoria para mirar el presente?
¡Qué pregunta! En lo personal, no puedo entender mi propio presente sin tomar en cuenta el pasado. En lo social y político, en nuestra vida de chilenos, tampoco podemos comprender lo que actualmente vivimos si no conocemos y recordamos nuestra historia pasada. Te lo digo hoy, 2023, pero también era verdad en 1973, en 1970 y en 1964. No tengo dudas que, para entender y actuar responsablemente en el presente, necesitamos la memoria del pasado. En la vida de la comunidad de fe, la Iglesia, todos hemos escuchado el relato de lo que sucedió con esos dos discípulos que, caminando hacia Emaús, querían entender su presente sin darle importancia al pasado (Lc 24, 13-35).
— ¿Cómo se dio su llegada a dirigir el Comité Pro Paz?
El cardenal Raúl Silva Henríquez, Arzobispo de Santiago, junto a las cabezas de las Iglesias Evangélicas y al Gran Rabino de la Comunidad Judía de Chile, decidieron no mantenerse ajenos a las repercusiones que tuvo el golpe de Estado para los que vivían en Chile. Por ello formaron dos instituciones ecuménicas, para acoger y ayudar a quienes estaban siendo perseguidos. Una para los extranjeros, el Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados (CONAR), cuya gestión quedó en manos de las Iglesias Evangélicas; y la segunda para los chilenos, el Comité de Cooperación para la Paz en Chile (Comité Pro Paz), que fue gestionado por la Iglesia Católica. La dirección del Comité Pro Paz fue puesta en manos de dos co-presidentes y un secretario ejecutivo. Los co-presidentes fueron Fernando Ariztía, Obispo Auxiliar de Santiago, y Helmut Frenz, Obispo de la Iglesia Luterana de Chile. El cardenal Silva me nombró secretario ejecutivo luego de consultar a Juan Ochagavía, Superior Provincial nuestro en ese momento. ¿Por qué lo hizo? Nunca lo supe y me tomó por sorpresa. Fui ordenado sacerdote por “Don Raúl” en diciembre de 1971. Pero hasta la creación del Comité Pro Paz, en octubre de 1973, solo nos habíamos reunido unas cinco o seis veces, en el Arzobispado o en su casa, para “conversar un cafecito”.
— ¿Cómo era el día a día?
Al Comité Pro Paz acudieron desde el comienzo, y cada día, algunos centenares de personas. Pedían ser acogidos y escuchados, en sus temores y necesidades. Mi tarea era asegurar que fueran recibidos. Amigas y amigos asistentes sociales y abogados respondieron con gran generosidad. Formamos equipos, que se especializaron en los distintos tipos de problemas que iban surgiendo: desapariciones, persecuciones, torturas, problemas laborales… Fue necesario documentar cada situación, y coordinar los equipos entre sí. Los primeros meses sentimos una enorme presión de la prensa nacional e internacional. Muchos llegaban huyendo de quienes los perseguían: pedían ser ocultados, o dejados en alguna embajada para huir del país. Los días eran todos diferentes, pero todos nos dejaban dolor y cansancio.
— ¿Qué significa en la vida de un sacerdote trabajar en una instancia de protección y defensa de los derechos humanos?
A medida que van pasando los días y las semanas, recibiendo y escuchando los sufrimientos de tantos, el impacto en la vida va cambiando. Primero son personas, cada una viviendo dolores y angustias diferentes. Pero al cabo de poco tiempo se empiezan a ver rasgos comunes, características parecidas, angustias compartidas. Fuimos tomando conciencia de que no se trataba solo de algunas o muchas personas, sino de una masiva violación de derechos humanos. Recuerdo vivamente el día que fui a la oficina de Naciones Unidas, en pleno centro de Santiago, a pedir algún afiche grande con la Declaración de los Derechos Humanos. Cuando entré a un negocio que con una gran pancarta anunciaba “Se hacen fotocopias”, la persona que me atendía palideció al ver el afiche que le presenté. Luego, en nuestras oficinas, fijar en las paredes las grandes copias de la Declaración y ver la reacción de la gente, me hizo crecer en la conciencia de que es mucho lo que nos une, y que en común tenemos derechos que todos debemos respetar. Hoy, 2023, estas afirmaciones son casi lugares comunes, pero en ese Chile, y para mí, todo era nuevo. La intensidad de este aprendizaje me llevó a entender de manera nueva a Jesucristo, y al sacerdocio que había recibido de Él. Han pasado cincuenta años, pero tengo muy presentes la inmensa gratitud de muchos, y el rechazo agresivo y violento de otros. Ha marcado mi vida.
— ¿Qué no se puede olvidar?
No me gusta mucho esta pregunta… Me parece que nada se debe olvidar, si en verdad deseo perdonar y construir. No es fácil decirlo, pero solo puedo perdonar cuando tengo presente la ofensa recibida. Perdonar no es lo mismo que olvidar. Un diálogo con otro chileno podría ser: Tengo presente cuánto daño y dolor puedes causar. Pese a eso, sabiendo que has decidido cambiar, te perdono lo que has hecho. Confía ahora en mí, como yo confiaré en ti. JCh