Pausa Ignaciana: ¿Condenar la violencia o construir la paz?

Por Diego García Monge (Profesor de Filosofía UAH)

Los acontecimientos de las últimas tres semanas nos han remecido a todos. Han evidenciado una fractura muy profunda entre nosotros, la que de momento todavía es difícil de precisar en sus orígenes, contenidos y caminos de solución, aún cuando cada uno de nosotros tenga su propia hipótesis. Los ánimos están irascibles. Los católicos confiesan públicamente en misa que pecan de todas las maneras posibles: por lo que hacen, por lo que dicen, por lo que piensan y por lo que omiten. En este momento que estamos viviendo como país, nos puede ocurrir lo mismo, que despertemos la irritación de otros por lo que decimos, lo que hacemos, lo que pensamos y/o lo que omitimos. Sin embargo, hay que hacer el esfuerzo de detenerse a escuchar lo que el otro tenga que decirnos antes de reaccionar con predisposición a la crispación.

A veces se hacen afirmaciones con el propósito de establecer consensos de buena voluntad, pero que descansan en bases erróneas. Por ejemplo, cuando decimos que esta crisis “nadie la vio venir”. Eso no es verdad. Tal vez nadie sabía ni el día ni la hora ni el pretexto, pero no pocos habían advertido que estaban sentadas las bases de un severo conflicto social. Sin embargo, fueron tratados condescendientemente como aguafiestas en medio del exitismo de las elites.

Para mencionar dos ejemplos que pueden sernos cercanos: La Carta Pastoral Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile, del Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile, en septiembre de 2012, afirmaba que “en Chile el nivel de desarrollo económico alcanzado convierte a la realidad desigual en algo explosivo”[1]. En agosto de 2017, en el periódico Encuentro, del Arzobispado de Santiago, monseñor Galo Fernández editorializaba bajo el título Chile, nuestro país a medias, que el desarrollo de nuestra sociedad había llenado sólo la mitad del vaso y su mitad vacía evidenciaba una falla multisistémica, en la que el aumento de la riqueza convivía indolentemente con bolsones de pobreza muy significativos que lesionaban la dignidad humana, lo que ilustraba con cuestiones como la situación de las cárceles, del SENAME o en los déficits de funcionamiento de la JUNAEB. Por ser un año electoral, monseñor Fernández exhortaba a llenar la otra mitad del vaso mediante una recuperación del sentido de lo público, del nosotros, del cuidado mutuo como sello distintivo de un proyecto país, y del desarrollo humano como paradigma de progreso social[2]. Podrían citarse muchas otras voces de advertencia provenientes de la política y las ciencias sociales que decían lo mismo: el solo crecimiento económico, tan desigualmente repartido, lesiona las bases de la cohesión y la paz social.

Ahora nos encontramos sumidos en un momento de perplejidad, y una de las cuestiones que más nos afecta es la violencia que se ha desplegado ante nuestros ojos con tanta crudeza y masividad. Aquí es donde los debates se encienden y polarizan más. Con frecuencia, en los paneles de discusión en los medios de comunicación, unos y otros se emplazan a condenar algún tipo de violencia -las más de las veces omitiendo otras- como requisito previo para entrar a discutir cualquier idea vinculada a las soluciones de la crisis actual. ¿Es posible que esas apelaciones irriten a quien las escucha?

Es cierto que hay cuestiones que no deben dejarse pasar por alto. Sin embargo, una condena formal de la violencia directa contra las personas o contra el patrimonio público o privado, ¿no corre acaso riesgo de volverse puramente retórica y de instrumentalizar el sufrimiento de quienes la han padecido? Por otra parte, ¿podremos superar o derrotar la violencia si no la comprendemos en su raíz?

Menciono dos ejemplos: En el primero, circula en redes sociales el testimonio de un actor de teatro y televisión quien se detuvo a conversar con cuatro jóvenes que habían hecho destrozos en una marcha. Unos eran menores de edad, tres de ellos habían pasado su niñez en instituciones dependientes del SENAME, y en conjunto expresaban un punto de vista que un observador externo tal vez calificaría de nihilista, pero que con alta probabilidad no hacía más que reproducir la desesperanza y una socialización en cuyo repertorio conductual apenas si hay espacio para algo distinto de la agresividad.

Segundo ejemplo: El periódico The Clinic publicó un reportaje gráfico a reclutas encargados de la mantención del orden público de Santiago durante el estado de emergencia. Dice el autor de ese reportaje que se trataba de adolescentes -en las imágenes algunos parecen niños-, traídos desde provincias a una ciudad que no conocen, muy asustados, portando armamento de guerra y expuestos a la rabia de los manifestantes que les recriminan por lo que no han hecho[3]. En esas condiciones, ¿alguien podría extrañarse que a alguno de estos críos se le salga un tiro? Al ver ambos ejemplos, honradamente resulta muy difícil “condenar la violencia venga de donde venga” cuando nos damos la oportunidad de averiguar que la violencia viene de donde viene. ¿Qué hacer entonces? Es cierto que existe una necesidad urgente de poner término a la violencia directa que hemos presenciado, y que proviene de muy distintas fuentes, desde el vandalismo hasta las violaciones de los derechos humanos. Pero, ¿sabemos cuáles son los medios legítimos de enfrentar esa violencia, y los medios eficaces de neutralizarla en el largo plazo?

Hace medio siglo, los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín se refirieron a la “violencia institucionalizada”, que podría traducirse como injusticias consagradas en las leyes, y que son el caldo de cultivo de reacciones de violencia directa (ver CELAM, Documento de conclusiones de la Conferencia de Medellín, Sección Paz, n° 2.II.16[4]. Ver también Pablo VI, Populorum Progressio n° 30). Un cientista social, Johan Galtung, ha dedicado buena parte de su investigación a los conflictos, la violencia y la construcción de paz. Al igual que los obispos latinoamericanos en Medellín, Galtung distingue la violencia directa (acciones de fuerza física) de la violencia estructural (hechos estabilizados e institucionalizados), y agrega la violencia cultural como aquellos dispositivos que tienden a legitimar otras formas de violencia (medios de comunicación, ideologías, religiones, etc.). Y, en sentido genérico, señala que la violencia “puede ser vista como una privación de los derechos humanos fundamentales, en términos más genéricos hacia la vida, eudaimonia, la búsqueda de la felicidad y prosperidad, pero también lo es una disminución del nivel real de satisfacción de las necesidades básicas, por debajo de lo que es potencialmente posible”[5]. Las luchas por la igualdad de género nos han enseñado ejemplos para cada una de las clases de violencias anteriores: la violencia directa que desemboca en femicidio; la violencia estructural que se expresa en brechas salariales carentes de justificación ante un igual trabajo; la violencia cultural que reproduce estereotipos sexistas. Y podríamos ver, entonces, en muchos otros campos de la vida social que la violencia se expresa en diversas formas, profundidades y daños.

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Cabe pensar que, si queremos hacer de esta crisis un momento finalmente positivo en la construcción de una comunidad nacional -que de momento es sólo un buen deseo insuficientemente imaginado-, tendremos que hacer un discernimiento más fino de los tipos de violencia que nos asolan, y distinguir cuáles de ellas son causas y cuáles son síntomas. Los ejemplos que se dan más arriba sugieren que hay violencias directas que son síntomas de violencias estructurales. Si eso fuera cierto -lo que es debatible-, entonces lo más inteligente es tratar de inhibir las causas y no sólo los síntomas. El paso siguiente podría ser preguntarnos por nuestra responsabilidad en la existencia de cada una de estas diversas clases de violencia, en las distintas escalas de nuestro comportamiento (micro o macro sociales). Esto es muy importante, pedir menos declaraciones de condena de la violencia ajena y exigirnos más responsabilidad -concreta, no retórica- por la violencia propia, estructural, cultural o directa. Y el paso adicional es comprometerse en la construcción de paz que, al decir de Galtung, también puede ser estructural y cultural, paz que posibilita el respeto de los derechos humanos fundamentales del prójimo, es decir, las condiciones que hacen posible su prosperidad y eudaimonía. Menos pedirnos cuentas unos a otros, y más arremangarse la camisa para corregir nuestra propia violencia y construir la paz.

Un síntoma de que de este momento crítico puede surgir una gran esperanza es el proceso de revinculación entre conciudadanos en el espacio público. Aunque de manera todavía inorgánica y no vinculante -lo que debe corregirse pronto para que no sea fuente de futuras decepciones- en muchos sitios se reúnen pacíficamente los vecinos a conversar acerca del país que quieren compartir, y en esas conversaciones asoma ya no la cruda disputa por intereses que no se pueden universalizar, sino una demanda sentida por proporcionar mejores condiciones de vida a quienes se encuentran más vulnerados y vulnerables. Hay postales de estos días que ponen la piel de gallina: Un niño pequeño y calvo, sobre los hombros de su padre, y que en una de sus manos flamea una bandera de Chile y en la otra agita un cartel pidiendo una ley del cáncer, aplaudido y animado por todos los transeúntes. Otro niño con su torso desnudo donde se lee “No + SENAME”. ¡Cuánta dignidad pacificamente expresada! ¡Cuánto deseo suscitado en nosotros por ellos de formar parte de esa gesta de contribuir a una paz justa!

Decían los obispos en Medellín que “la «tranquilidad del orden», según la definición agustiniana de la paz, no es, pues, pasividad ni conformismo. No es, tampoco, algo que se adquiera una vez por todas; es el resultado de un continuo esfuerzo de adaptación a las nuevas circunstancias, a las exigencias y desafíos de una historia cambiante. Una paz estática y aparente puede obtenerse con el empleo de la fuerza; una paz auténtica implica lucha, capacidad inventiva, conquista permanente [Pablo VI, 25/12/67]. (…) En este sentido, el desarrollo integral del hombre, el paso de condiciones menos humanas a condiciones más humanas, es el nombre nuevo de la paz”[6]. Aunque con retraso, porque esta crisis a muchos nos encontró en medio de una larga e indolente siesta, todavía es tiempo de repetir lo que en aquella canción de la fe de nuestra infancia: ¡Ven, construyamos la paz!

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[1]    Comité Permanente de la CECH, Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile. 27 de septiembre de 2012, III.6. Ver en http://www.iglesia.cl/detalle_documento.php?id=4192

[2]    Periódico Encuentro n° 125, Agosto de 2017. En http://www.periodicoencuentro.cl/agosto2017/5.php

[3]    “Niños armados y asustados”, reportaje de Jorge Brantmayer. Revista The Clinic, año 21 n° 820, 24 de octubre de 2019, pp. 30-31.

[4]    Ver en http://www.diocese-braga.pt/catequese/sim/biblioteca/publicacoes_online/91/medellin.pdf , p. 21.

[5]    Johan Galtung, “La violencia. Cultural, estructural y directa” en Cuadernos de Estrategia, Espeña, 2016, n° 183, pp. 147-168.

[6]          CELAM, op. cit. , Sección Paz, n° 2.II.14, p. 20.

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