En las normas litúrgicas para el día de Pentecostés, hay la posibilidad de optar entre un texto de la primera carta de san Pablo a los Corintios -que muestra la abundancia de carismas que el Espíritu distribuye entre los miembros de Cuerpo de Cristo- y parte del capítulo 8 de la carta a los Romanos, que ahonda en la acción transformadora del Espíritu, que nos hace y nos manifiesta como hijos e hijas de Dios y, por lo tanto, participantes en la herencia de Cristo –la gloria-, porque somos sus coherederos. También en el momento del Evangelio se puede optar entre una parte del capítulo 20 de san Juan (que ya nos fue ofrecida en el 2º. domingo de Pascua) y otra, del capítulo 14, donde Jesús promete la efusión del Espíritu, la que estamos celebrando.
Además, si alguien quiere contemplar con mayor riqueza de detalles el sentido de la fiesta, puede detenerse en los textos ofrecidos para la Vigilia, que diversas comunidades han celebrado en la noche anterior.
El texto del capítulo 20 de san Juan nos narra una primera aparición a los discípulos en el Cenáculo. Un texto que nos ayuda a reconocer que en el momento presente quisiéramos estar entre nosotros, con las puertas cerradas, por temor a un mundo exterior que nos parece hostil. Nos diferenciamos de esa primera comunidad, en reconocer que lo que el mundo exterior amplifica son nuestras culpas, nuestras incoherencias, al anunciar el mensaje de amor, de justicia, de respeto mutuo, que Jesús nos ha encargado. El cuerpo llagado que el Resucitado nos muestra nos hace tomar conciencia de lo que escuchamos siempre en Semana Santa: “Sus heridas nos han curado” porque “eran nuestras dolencias las que Él llevaba”(cf. Is. 53,5 y 4). Al contemplarlo vivo y triunfante ahora, puede renovarnos con la fuerza del Espíritu que nos da en la persona de los discípulos.
En este contexto, podemos acoger con esperanza el don del Espíritu, que nos permite mostrar el amor de Dios en un lenguaje que todos pueden entender: El lenguaje del compromiso y del amor fraternal, que anuncie a nuestro mundo que Cristo Vive y continúa haciendo el bien en favor de todos los oprimidos por el mal, por medio de su Cuerpo santo y necesitado de conversión que es la Comunidad cristiana, de la que nuestra comunidad quiere ser presencia en el lugar donde vivimos.
La semana, la décima del Tiempo durante el año, se abre encomendándonos a María como Madre de la Iglesia. Mientras tanto, comenzamos a contemplar a Jesús llevando la Buena Noticia, en el evangelio de san Mateo. Tras presentarnos la ley de las Bienaventuranzas, Jesús nos llama a ser Luz del mundo y sal de la tierra. Al mismo tiempo, escuchamos como primera lectura la segunda carta de san Pablo a los Corintios. De ella, conviene tener presente que se trata de un conjunto de escritos distintos. Comenzamos con una cariñosa carta de reconciliación que – a juicio de algunos biblistas – debería estar al final de la carta. En todo caso, nos presenta una comunidad viva a la que Pablo anima a configurarse con el Evangelio.
El martes celebramos la memoria de san Bernabé, cuya figura nos ha acompañado en varias ocasiones en el tiempo pascual. El jueves volvemos a contemplar a Cristo, ahora como Sumo Sacerdote que ofrece su sacrificio al Padre y nos encarga celebrar su memoria continuando su sacerdocio. Un sacerdocio que es común a todos los bautizados, llamados a hacer de este mundo un lugar sagrado.